
© Johann August Apel
1771-1816 «Alemania»
Tippel llegó a Berlín al
anochecer.
Era un muchacho grueso y pesado,
que había conseguido, después de muchos esfuerzos un título universitario en Iéna,
sin excesivo aprovechamiento. No obstante, le habían ofrecido un empleo de
preceptor en casa del consejero Wermuth, quien vivía en un enorme y triste
caserón de los alrededores de Tempelhof.
Cuando Tippel se hizo anunciar y
se presentó con sus referencias y sus recomendaciones, el consejero se mostró
sumamente contrariado: su mujer y sus dos hijos se disponían a partir hacia las
montañas bávaras para pasar allí la primavera. Incluso él mismo iba a preparar
su equipaje, pues le esperaban en Viena. Realmente, se había olvidado por
completo de Tippel…
Pero el señor Wermuth era un
hombre sensible, y Tippel, a pesar de su extremada gordura, le resultó
simpático.
—Mi casa será la suya durante mi
ausencia —declaró—. En cuanto a sus futuros alumnos… ¡bien!, les concederemos
aún un poco de tranquilidad antes de sumergirles en los libros.
Tippel no podía pedir nada mejor.
Con manutención y cama aseguradas, y algo de dinero en el bolsillo para
adquirir cerveza y tabaco…
A este respecto el consejero le tranquilizó
totalmente, alineando algunas monedas de oro frente a él.
—No creo que sus habitaciones
estén preparadas —dijo Wermuth, excusándose—, pero Hammer, mi ayuda de cámara,
se ocupará de usted y no permitirá que le falte nada.
Dicho esto, Wermuth tomó su
equipaje y llamó al cochero.
Hammer era un hombre anciano, algo
sordo y muy conversador. Tardó bastante tiempo en comprender lo que Tippel
solicitaba de él; entonces, levantó los brazos al cielo en señal de impotencia.
—Pero, si todas las habitaciones
están cerradas, señor Tippel —se lamentó—. Y, además, toda la lencería ha sido
cuidadosamente ordenada y guardada bajo llave… Por otra parte, tampoco puedo
darle a usted una habitación de la servidumbre; sería mi deshonor para toda la
vida. Pero, espere… ¡nos queda aún la alcoba negra!
—¿La alcoba negra? —preguntó
Tippel.
—A decir verdad, no es negra. Sus
paredes tienen un bello matiz anaranjado; pero los muebles están hechos con una
magnífica madera extranjera, negra como el azabache. Creo que se llama ébano.
¿Querría usted contentarse con esta solución hasta que regresen los señores?
Tippel inspeccionó la alcoba, y la
encontró muy agradable, a pesar de sus excesivas dimensiones, de los extraños
muebles y, sobre todo, el alejamiento en que se hallaba de los otros aposentos
habitados del gran caserón.
Hammer acudió a servirle
personalmente en la alcoba negra, excusándose una vez más; parte del personal
de servicio partió acompañando a madame Wermuth a Baviera, y el resto había ido
a Viena con el consejero. Tan sólo quedaba la cocinera, mujer de carácter
autoritario, que se negaba a ocuparse de otra cosa que no fueran sus trabajos
culinarios.
La cena era exquisita: pollo, muy
en su punto, pastel de anchoas noruegas y un vino excelente.
Hammer ayudó a Tippel a ordenar
sus efectos, pero cuando el profesor se disponía a abrir un alto armario de
madera negra, para guardar en él su manta de viaje, el viejo criado exclamó
vivamente:
—¡Este armario no se abre! ¡No, de
ninguna manera, jamás se ha abierto!
Le facilitó un candelabro de plata
maciza provisto de tres gruesas velas de cera amarillenta que expandían una
suave y conveniente claridad.
Tippel había viajado durante todo
el día en un incómodo carruaje de alquiler, comiendo mal y bebiendo aún peor.
Se sentía fatigado y el vino y la buena mesa le habían dejado medio adormecido.
Tan pronto como se acostó en la
cama, ancha como una calesa, se durmió, no sin antes haber apagado
concienzudamente las velas, pues siempre preveía la posibilidad de un incendio.
Pensaba dormir hasta el amanecer,
por lo que se sorprendió mucho al darse cuenta de que estaba totalmente
despierto mientras en algún lugar lejano del caserón un reloj daba las doce…
Su asombro aumentó al observar que
la alcoba no permanecía totalmente a oscuras: un débil resplandor azulado
parecido a un rayo de luna, la iluminaba suavemente.
Intentó en vano descubrir de dónde
procedía.
Era una luminosidad imprecisa y
suave, que parecía flotar en el aire y que permitía distinguir los contornos de
todo lo que se hallaba en la alcoba.
Tippel se incorporó y, de pronto,
se fijó en el alto armario negro.
Entonces, su estupor se convirtió
en verdadero pánico; una de las puertas del armario se abría lentamente, giraba
sobre sus goznes sin ningún ruido, como si estuvieran recientemente engrasados,
y tras unos instantes que a él le parecieron siglos, la puerta quedó totalmente
abierta.
Nada había en el interior; la
puerta quedó abierta mostrando una oscuridad absoluta.
A Tippel no le faltó valor y,
afirmando la voz tanto como pudo, preguntó:
—¿Quién está ahí?
No obtuvo respuesta alguna, pero
observó cómo el misterioso resplandor azulado convergía hacia el armario y
penetraba en sus oscuras profundidades.
Tippel lanzó un alarido de terror
o, por lo menos, esto le pareció ser el débil gemido que escapó de su garganta.
Una forma horrible intentaba salir
del armario. Ciertamente, tenía una apariencia casi humana, pero, ¡cuán deforme
y repugnante era!
La cabeza, aplastada por un
terrible golpe, no era más que una masa informe de carne machacada y de huesos
triturados. Solamente dos ojos enormes y fijos destacaban, rojos como brasas,
mientras que la boca bostezaba salvajemente con los labios arrancados.
Dos grandes brazos surgían del
cuerpo, haciendo furiosos gestos, como para escapar a una invisible influencia.
Tippel notó los ojos de fuego
fijos en él, y comprendió que el monstruo fantasmal intentaba salir del armario
con la intención de precipitarse sobre él. Pero, a pesar de sus desesperados
esfuerzos, no conseguía avanzar ni un milímetro.
Tippel creyó perder la razón y se
dio cuenta de que las fuerzas le abandonaban. Haciendo un esfuerzo sobrehumano,
saltó del lecho y corrió hacia la puerta.
En el mismo instante, con un
rugido espantoso, la aparición se libró de sus invisibles ligaduras.
Una garra asió el gorro de noche
del profesor arrancándoselo violentamente y asiéndose a su cuello; pero ya éste
corría por los oscuros pasillos del caserón, llamando a gritos a Hammer con voz
delirante.
Se desorientó completamente en su
loca carrera, y estuvo varias veces a punto de romperse los huesos contra un
muro o de saltar al vacío por una escalera.
Por fin, percibió una débil
claridad al fondo de un corredor: el viejo criado, con una vela en la mano,
venía a su encuentro.
—¡Señor Tippel! —balbució el anciano—.
¿Lo has visto…? ¡Dios mío! ¡Responde…! ¿Lo has visto?
Pero Tippel se desmayó, perdidas
ya sus últimas fuerzas.
Volvió en sí en un sillón, cerca
de una gran cocina todavía caliente. Sintió un fuerte gusto de aguardiente en
la boca, a la vez que observaba un gran vaso colocado a su lado; comprendió que
el criado le había hecho beber.
—¿Lo has visto? —murmuró Hammer,
temblando—. Hace casi cincuenta años que vivo en esta casa, y jamás me he
atrevido a entretenerme más de la cuenta en la alcoba negra, ni tan sólo de
día.
—Pues entonces, ¿por qué me la has
dado para pasar en ella esta noche infernal? —gimió el profesor.
—Ya no creía en ello —dijo Hammer
en un susurro—. O mejor dicho, esperaba que él ya nos hubiera abandonado. Hace
tantos años que ocurrió aquello…
—¿Qué cosa? —preguntó Tippel.
—Desde que se le mató en esta
alcoba… —explicó el anciano—. Era el abuelo de la señora, el conde Graumark von
Dietrichstein. Por encargo de él, hicieron estos malditos muebles negros con
madera que hizo traer del corazón de África. Era un hombre terrible, a quien
las juergas, la lujuria y la bebida, acabaron por volver loco. Cierto día
estranguló con sus propias manos a una joven criada que se opuso a sus innobles
deseos. Sus familiares consiguieron librarle del rigor de la justicia pero para
ello tuvieron que encerrarle en esa alcoba. La joven criada tenía un novio, un
leñador de Spreewald, quien consiguió introducirse en la casa para cumplir su
venganza. Mató al loco a hachazos… y después arrojó los horribles restos en el
gran armario negro. Y…, y… murió en pecado mortal, por lo que el eterno reposo
le está negado… ¡y vuelve!
—Verdaderamente, fue un acto de
justicia —dijo Tippel, quien ya había recuperado su presencia de ánimo gracias
al aguardiente que Hammer le iba sirviendo continuamente—. Supongo que no
detuvieron al leñador.
—No —respondió el anciano—, jamás
se supo quién lo había matado.
—¿De verdad? —preguntó Tippel sin
ninguna intención.
—Ciertamente… ¿Por qué…, por qué
me mira de este modo? —exclamó vivamente el criado.
De repente, se levantó y, en actitud
defensiva blandió sus descarnados puños.
—Usted lo ha adivinado…, me doy
cuenta. Debería desconfiar de las personas cultas como usted. ¡Pues bien! Sí…,
yo soy el leñador…, soy yo quien destrocé a este loco miserable. ¡Lo destrocé
con mi hacha!
—¡Diablo! —gritó Tippel, alarmado.
—Y puesto que ha vuelto, voy a
matarle una vez más —rugió Hammer.
Con una velocidad y una agilidad
totalmente insospechadas en un anciano tan decrépito, se lanzó hacia las
tinieblas del caserón.
—¡Hammer! —gritó Tippel—. ¡Vuelva
aquí!
Pero los pasos de Hammer ya se
perdían en la lejanía.
Siguió un gran silencio; después,
bruscamente, gritos y alaridos horribles.
Allá arriba en las estancias
lejanas del maldito caserón, se desarrollaba una terrible lucha de la que
Tippel percibía perfectamente los espantosos ecos.
A medio vestir, se lanzó a la
calle.
No regresó hasta el alba,
acompañado por los gendarmes.
La alcoba negra estaba abierta, y
su aspecto era tan espantoso que los gendarmes retrocedieron horrorizados.
Los muebles estaban destrozados,
el gran armario no era más que un montón de astillas, y en el mismo estado de
ruina estaban las paredes y los cuadros. Además… ¡todo rezumaba sangre!
—¡Miren…! ¡Miren aquí! —gritó un
gendarme, retrocediendo.
Tippel vio en el suelo, a sus
pies, una enorme mano como una garra de fiera cortada a la altura de la muñeca,
y que llevaba aún un pesado grillete de hierro como los que se ponen a los
presidiarios y a los locos furiosos. Un sargento la recogió.
—Parece… —dijo indeciso—, parece
seco como un madero para quemar. Se podría decir que es una mano de… de…
—De momia —suspiró Tippel.
—Justamente, señor. Una mano de
momia.
Jamás volvió a encontrarse ni
rastro del anciano criado Hammer.
(TERROR)
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