
© Charles Bukowski
(Heinrich Karl Bukowski)
1920-1994 «Alemania-Estados
Unidos»
Cass era la más joven y la más
guapa de cinco hermanas. Cass era la chica más guapa de la ciudad. Medio india,
con un cuerpo flexible y extraño, un cuerpo fiero y serpentino, de ojos a
juego. Cass era fuego móvil y fluido. Era como un espíritu atrapado en una
forma incapaz de contenerlo. Su pelo era negro, largo y sedoso; y se movía y se
retorcía igual que su cuerpo. Cass estaba siempre muy alegre o muy deprimida.
Para ella no había término medio. Algunos decía que estaba loca. Lo decían los
tontos; los tontos no podían entender a Cass. A los hombres les parecía
simplemente una maquina sexual y no se preocupaban de si estaba loca o no. Cass
bailaba y coqueteaba, y besaba a los hombres, pero salvo un caso o dos, cuando
llegaba la hora de hacerlo, Cass se evadía de algún modo y los eludía.
Sus hermanas la acusaban de
desperdiciar su belleza, de no utilizar bien su inteligencia, pero Cass poseía
inteligencia y espíritu; pintaba, bailaba, cantaba, hacía objetos de arcilla, y
cuando la gente estaba herida en el espíritu o en la carne, a Cass le daba una
pena tremenda. Su mente era distinta y nada más; sencillamente, no era
práctica. Sus hermanas la envidiaban porque atraía a sus hombres, y andaban
rabiosísimas porque creían que no le sacaba todo el partido posible. Tenía la
costumbre de ser buena y amable con los feos; los hombres considerados guapos
le repugnaban: "No tienen agallas —decía ella—. No tienen nervio. Confían
siempre en sus orejitas perfectas y en sus narices torneadas... todo fachada y
nada dentro..." Tenía un carácter rayando la locura; un carácter que
algunos calificaban de locura.
Su padre había muerto a causa del
alcohol y su madre se había largado dejando solas a las chicas. Las chicas se
fueron con una pariente que las metió en un colegio de monjas. El colegio había
sido un lugar triste, más para Cass que para sus hermanas. Las chicas envidiaban
a Cass, y Cass se peleó con casi todas. Tenía señales de cuchilladas en todo el
brazo izquierdo por defenderse en dos peleas. Tenía también una cicatriz
imborrable que le cruzaba la mejilla izquierda; pero la cicatriz en vez de
disminuir su belleza, parecía por el contrarío realzarla.
Yo la conocí en el bar West End
unas noches después de que la soltaran del convento. Al ser la más joven, fue
la última hermana que soltaron. Sencillamente entró y se sentó a mi lado. Yo
quizá sea el hombre más feo de la ciudad, y puede que esto tuviera algo que ver
con el asunto.
—¿Tomas algo?
—Claro, ¿Por qué no?
No creo que hubiese nada especial
en nuestra conversación esa noche, era sólo el sentimiento que Cass transmitía.
Me había elegido y no había más. Ninguna presión, le gustó la bebida y bebió
mucho. No parecía tener edad, pero de todos modos le sirvieron. Quizás hubiese
falsificado el carnet de identidad, no sé. En fin, lo cierto es que cada vez
que volvía del retrete y se sentaba a mi lado yo sentía cierto orgullo. No sólo
era la mujer más bella de la ciudad, sino también una de las más bellas que yo
había visto en mi vida. Le eché el brazo a la cintura y la besé una vez.
—¿Crees que soy bonita? —preguntó.
—Sí, desde luego. Pero hay algo
más... algo más que tu apariencia...
—La gente anda siempre acusándome
de ser bonita. ¿Crees de veras que soy bonita?
—Bonita no es la palabra, no te
hace justicia.
Buscó en su bolso. Creía que
buscaba el pañuelo. Sacó un alfiler de sombrero muy largo. Antes de que pudiese
impedírselo, se había atravesado la nariz con él de lado a lado, justo sobre
las ventanillas. Sentía repugnancia y horror.
Ella me miró y se echó a reír.
—¿Crees ahora que soy bonita? ¿Qué
piensas ahora, eh?
Saqué el alfiler y puse mi pañuelo
sobre la herida. Algunas personas, incluido el encargado, habían observado la
escena. El encargado se acercó.
—Mira —dijo a Cass—, si vuelves a
hacer eso, te echo. Aquí no necesitamos tus exhibiciones.
—¡Vete a la mierda, amigo! —dijo
ella.
—Será mejor que la controles —me
dijo el encargado.
—No te preocupes —dije yo.
—Es mi nariz —dijo Cass—, puedo
hacer lo que quiera con ella.
—No —dije—, a mí me duele.
—¿Quieres decir que te duele a ti
cuando me clavo un alfiler en la nariz?
—Sí, me duele, de vedad.
—De acuerdo, no lo volveré a
hacer. ¡Ánimo!
Me besó, pero como riéndose un
poco en medio del beso y sin soltar el pañuelo de la nariz. Cuando cerraron nos
fuimos a donde yo vivía. Tenía un poco de cerveza y nos sentamos a charlar. Fue
entonces cuando pude apreciar que era una persona que rebosaba bondad y cariño.
Se entregaba sin saberlo. Al mismo tiempo retrocedía a zonas de descontrol e
incoherencia. Esquizoide, una esquizoide hermosa y espiritual. Quizás algún
hombre o algo la acabara destruyendo para siempre. Esperaba no ser yo. Nos
fuimos a la cama y cuando apagué las luces me preguntó:
—¿Cuándo quieres hacerlo, ahora o
por la mañana?
—Por la mañana —dije—, y me di la
vuelta.
Por la mañana me levanté, hice un
par de cafés y le llevé uno a la cama. Se echó a reír.
—Eres el primer hombre que conozco
que no ha querido hacerlo por la noche.
—No hay problema —dije—. En
realidad no tenemos porque hacerlo.
—No, espera, ahora quiero yo.
Déjame que me refresque un poco.
Se fue al baño, salió enseguida (realmente
maravillosa). Largo pelo negro resplandeciente, ojos y labios resplandecientes,
toda resplandor... Se desperezó sosegadamente, buena cosa. Se metió en la cama.
—Ven, amor.
Fui.
Besaba con abandono pero sin
prisa. Dejé que mis manos recorriesen su cuerpo, acariciaron su pelo. La monté.
Su carne era cálida y prieta. Empecé a moverme despacio, queriendo que durara. Ella
me miraba a los ojos.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—¿Qué diablos importa? —preguntó
ella.
Solté una carcajada y seguí.
Después se vistió y la llevé en coche al bar, pero era difícil olvidarla. Yo no
trabajaba así que dormí hasta las dos, luego me levanté y leí el periódico.
Cuando estaba en la bañera, entro ella con una hoja: una oreja de elefante.
—Sabía que estabas en la bañera —dijo—,
así que te traje algo para tapar esa cosa, hijo de la naturaleza.
Y me echó encima, en la bañera, la
hoja de elefante.
—¿Cómo sabías que estaba en la
bañera?
—Lo sabía.
Cass llegaba casi todos los días
cuando yo estaba en la bañera. No era siempre la misma hora, pero raras veces
fallaba, y traía la hoja de elefante. Y luego hacíamos el amor.
Telefoneo una o dos noches y tuve
que sacarla de la cárcel por borrachera y pelea pagando la fianza.
—Esos hijos de puta —decía—, sólo
porque te pagan unas copas creen que pueden echarte mano a las bragas.
—La culpa la tienes tú por aceptar
la copa.
—Yo creía que se interesaban por
mí, no sólo por mi cuerpo.
—A mí me interesas tú y tu cuerpo.
Pero dudo que la mayoría de los hombres puedan ver más allá de tu cuerpo.
Dejé la ciudad y estuve fuera seis
meses, anduve vagabundeando. Volví, no había olvidado a Cass ni por un instante,
pero habíamos tenido algún tipo de discusión y además yo tenía ganas de ponerme
en marcha, y cuando volví pensé que se habría ido; pero no llevaba sentado treinta
minutos en el West End cuando ella llegó y se sentó a mi lado.
—Vaya, cabrón, has vuelto.
Pedí un trago para ella. Luego la
miré. Llevaba un vestido de cuello alto. Nuca la había visto así. Y debajo de
cada ojo, clavado, llevaba un alfiler de cabeza de cristal. Sólo se podían ver
las cabezas de los alfileres, pero los alfileres estaban clavados.
—Maldita sea, aún sigues intentando
destruir tu belleza...
—No, no seas tonto, es la moda.
—Estas chiflada.
—Te he echado de menos —dijo.
—¿Hay otro?
—No, no hay ninguno, solo tú. Pero
ahora hago la vida. Cobro diez billetes, pero para ti es gratis.
—Sácate esos alfileres.
—No, es la moda.
—Me hace muy desgraciado.
—¿Estás seguro?
—Sí, mierda, estoy seguro.
Se sacó lentamente los alfileres y
los guardo en el bolso.
—Porque la gente cree que es todo
lo que tengo. La belleza no es nada. La belleza no permanece. No sabes la
suerte que tienes siendo feo, porque si le agradas a alguien sabes que es por
otra cosa.
—Vale —dije—, tengo mucha suerte.
—No quiero decir que seas feo.
Sólo que la gente cree que lo eres. Tienes una cara fascinante.
—Gracias.
Tomamos otra copa.
—¿Qué andas haciendo? —preguntó.
—Nada. No soy capaz de apegarme a
nada. Nada me interesa.
—A mí tampoco. Si fueses mujer
podrías ser puta.
—No creo que quisiera establecer
un contacto tan íntimo con tantos extraños. Debe ser un fastidio.
—Tienes razón, es fastidioso, todo
es fastidioso.
Salimos juntos por la calle, la
gente aún miraba a Cass. Aún era una mujer hermosa, quizá más que nunca.
Fuimos a casa y abrí una botella
de vino y hablamos. A Cass y a mí, siempre nos era fácil hablar. Ella hablaba
un rato yo escuchaba y luego hablaba yo. Nuestra conversación fluía fácil sin
tensión. Era como si descubriésemos secretos juntos. Cuando descubríamos uno
bueno, Cass se reía con aquella risa... de aquella manera que sólo ella podía
reírse. Era como el gozo del fuego. Y durante la charla nos besábamos y nos
arrimábamos. Nos pusimos muy calientes y decidimos irnos a la cama. Fue
entonces cuando Cass se quito aquel vestido de cuello alto y lo vi... Vi la
mellada y horrible cicatriz que le cruzaba el cuello. Era grande y ancha.
—Maldita sea, condenada, ¿Qué has
hecho? —dije desde la cama.
—Lo intenté con una botella rota
una noche. ¿Ya no te gusto? ¿Soy bonita aún?
La arrastré a la cama y la besé.
Me empujo y se echo a reír:
—Algunos me pagan los diez, y
luego cuando me desvisto no quieren hacerlo. Yo me quedo los diez. Es muy
divertido.
—Sí —dije—, no puedo parar de
reír... Cass, zorra, te amo... deja de destruirte; eres la mujer con más vida
que conozco.
Volvimos a besarnos. Cass lloraba
en silencio. Sentí las lágrimas, sentí aquel pelo largo y negro tendido bajo mí
como una bandera de muerte. Disfrutamos e hicimos un amor lento y sombrío y
maravilloso.
Por la mañana, Cass estaba
levantada haciendo el desayuno. Parecía muy tranquila y feliz. Cantaba. Yo me
quedé en la cama gozando su felicidad. Por fin, vino y me zarandeó.
—¡Arriba, cabrón! ¡Chapúzate con agua
fría la cara y la polla y ven a disfrutar del banquete!
Ese día la llevé en coche a la
playa. No era un día de fiesta y aún no era verano, todo estaba espléndidamente
desierto. Vagabundos playeros en andrajos dormían en la arena. Había otros
sentados en bancos de piedra compartiendo una botella solitaria. Las gaviotas
revoloteaban estúpidas, pero distraídas. Ancianas de setenta y ochenta,
sentadas en los bancos discutiendo ventas de fincas dejadas por maridos
asesinados mucho tiempo atrás por la angustia y la estupidez de la
supervivencia. Había paz en el aire, paseamos y estuvimos tumbados por allí y
no hablamos mucho. Era agradable simplemente estar juntos. Compré bocadillos,
patatas fritas y bebidas y nos sentamos
a beber en la arena. Luego abracé a Cass y dormimos así abrazados un rato. Era
mejor que hacer el amor. Era como fluir juntos sin tensión. Luego volvimos a
casa en mi coche y preparé la cena. Después de cenar, sugerí a Cass que
viviésemos juntos. Se quedó mucho rato mirándome y luego dijo lentamente:
"No". La llevé de nuevo al bar, le pagué una copa y me fui.
Al día siguiente, encontré un
trabajo como empaquetador en una fábrica y trabajé todo lo que quedaba de
semana. Estaba demasiado cansado para andar mucho por ahí, pero el viernes por
la noche me acerqué al West End. Me senté y esperé a Cass. Pasaron horas.
Cuando estaba ya bastante borracho, me dijo el encargado:
—Siento lo de tu amiga.
—¿El qué? —pregunté.
—Lo siento. ¿No lo sabías?
—No.
—Suicidio, la enterraron ayer.
—¿Enterrada? —pregunté. Parecía
como si fuese a aparecer en la puerta de un momento a otro. ¿Cómo podía haber
muerto?
—La enterraron las hermanas.
—¿Un suicidio? ¿Cómo fue?
—Se cortó el cuello.
—Ya. Dame otro trago.
Estuve bebiendo allí hasta que cerraron.
Cass, la más bella de las cinco hermanas, la chica más guapa de la ciudad.
Conseguí conducir hasta casa sin poder dejar de pensar que debería haber
insistido en que se quedara conmigo en vez de aceptar aquel "No".
Todo en ella había indicado que le pasaba algo. Yo sencillamente había sido
demasiado insensible, demasiado despreocupado. Me merecía mi muerte y la de
ella. Era un perro. No, ¿Por qué acusar a los perros? Me levanté, busqué una
botella de vino, bebí lúgubremente. Cass, la chica más guapa de la ciudad
muerta a los veinte años.
En la calle alguien tocaba la
bocina de un coche. Unos bocinazos escandalosos, persistentes. Dejé la botella
y aullé:
—¡MALDITO SEAS, CONDENADO HIJO DE
PUTA, CALLATE YA!
Y seguía avanzando la noche y yo
nada podía hacer.
(REALISTA)
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