
© Henry Kuttner
1915-1958 «Estados Unidos»
El viejo Masson, guardián de uno
de los más antiguos y descuidados cementerios de Salem, sostenía una verdadera
contienda con las ratas. Hacía varias generaciones, se había asentado en el
cementerio una colonia de ratas enormes procedentes de los muelles. Cuando
Masson asumió su cargo, tras la inexplicable desaparición del guardián
anterior, decidió hacerlas desaparecer. Al principio colocaba cepos y comida
envenenada junto a sus madrigueras; más tarde, intentó exterminarlas a tiros.
Pero todo fue inútil. Seguía habiendo ratas. Sus hordas voraces se
multiplicaban e infestaban el cementerio.
Eran grandes, aun tratándose de la
especie “mus decumanus”, cuyos ejemplares miden a veces más de treinta y cinco
centímetros de largo sin contar la cola pelada y gris. Masson las había visto
hasta del tamaño de un gato; y cuando los sepultureros descubrían alguna
madriguera, comprobaban con asombro que por aquellas malolientes galerías cabía
sobradamente el cuerpo de una persona. Al parecer, los barcos que antaño
atracaban en los ruinosos muelles de Salem debieron de transportar cargamentos
muy extraños.
Masson se asombraba a veces de las
extraordinarias proporciones de estas madrigueras. Recordaba ciertos relatos inquietantes
que le habían contado al llegar a la vieja y embrujada ciudad de Salem. Eran
relatos que hablaban de una vida larvaria que persistía en la muerte, oculta en
las olvidadas madrigueras de la tierra. Ya habían pasado los viejos tiempos en
que Cotton Mather exterminara los cultos perversos y los ritos orgiásticos
celebrados en honor de Hécate y de la siniestra Magna Mater. Pero todavía se
alzaban las tenebrosas mansiones de torcidas buhardillas, de fachadas
inclinadas y leprosas, en cuyos sótanos, según se decía, aún se ocultaban
secretos blasfemos y se celebraban ritos que desafiaban tanto a la ley como a
la cordura. Moviendo significativamente sus cabezas canosas, los viejos
aseguraban que, en los antiguos cementerios de Salem, había bajo tierra cosas
peores que gusanos y ratas.
En cuanto a estos roedores,
ciertamente, Masson les tenía aversión y respeto. Sabía el peligro que acechaba
en sus dientes afilados y brillantes. Pero no comprendía el horror que los
viejos sentían por las casas vacías, infestadas de ratas. Había oído rumores
sobre ciertas criaturas horribles que moraban en las profundidades de la tierra
y tenían poder sobre las ratas, a las que agrupaban en ejércitos disciplinados.
Según decían los ancianos, las ratas servían de mensajeras entre este mundo y
las cavernas que se abrían en las entrañas de la tierra, muy por debajo de
Salem. Y aún se decía que algunos cuerpos habían sido robados de las sepulturas
con el fin de celebrar festines subterráneos y nocturnos. El mito del flautista
de Hamelin era una leyenda que ocultaba, en forma de alegoría, un horror
blasfemo; y según ellos, los negros abismos habían parido abortos infernales
que jamás salieron a la luz del día.
Masson no hacía ningún caso de
semejantes relatos. No fraternizaba con sus vecinos y, de hecho, hacía lo
posible por mantener en secreto la existencia de las ratas. De conocerse el
problema quizá iniciasen una investigación, en cuyo caso tendrían que abrir
muchas sepulturas. Y en efecto, hallarían ataúdes perforados y vacíos que
atribuirían a las actividades de las ratas. Pero descubrirían también algunos
cuerpos con mutilaciones muy comprometedoras para Masson.
Los dientes postizos suelen
hacerse de oro puro, y no se los extraen a uno cuando muere. Las ropas,
naturalmente, son harina de otro costal, porque la compañía de pompas fúnebres
suele proporcionar un traje de paño sencillo, perfectamente reconocible
después. Pero el oro no lo es. Además, Masson negociaba también con algunos
estudiantes de medicina y médicos poco escrupulosos que necesitaban cadáveres
sin importarles demasiado su procedencia.
Hasta entonces, Masson se las
había arreglado muy bien para que no iniciase una investigación. Había negado
ferozmente la existencia de las ratas, aun cuando éstas le hubiesen arrebatado
el botín. A Masson no le preocupaba lo que pudiera suceder con los cuerpos,
después de haberlos expoliado, pero las ratas solían arrastrar el cadáver
entero por un boquete que ellas mismas roían en el ataúd.
El tamaño de aquellos agujeros tenía
a Masson asombrado. Por otra parte, se daba la curiosa circunstancia de que las
ratas horadaban siempre los ataúdes por uno de los extremos, y no por los
lados. Parecía como si las ratas trabajasen bajo la dirección de algún guía
dotado de inteligencia.
Ahora se encontraba ante una
sepultura abierta. Acababa de quitar la última palada de tierra húmeda y de
arrojarla al montón que había ido formando a un lado. Desde hacía semanas no
paraba de caer una llovizna fría y constante. El cementerio era un lodazal de
barro pegajoso, del que surgían las mojadas lápidas en formaciones irregulares.
Las ratas se habían retirado a sus agujeros; no se veía ni una. Pero el rostro
flaco y desgalichado de Masson reflejaba una sombra de inquietud. Había
terminado de descubrir la tapa de un ataúd de madera.
Hacía varios días que lo habían
enterrado, pero Masson no se había atrevido a desenterrarlo antes. Los
parientes del fallecido venían a menudo a visitar su tumba, aun lloviendo. Pero
a estas horas de la noche, no era fácil que vinieran, por mucho dolor y pena
que sintiesen. Y con este pensamiento tranquilizador, se enderezó y echó a un
lado la pala.
Desde la colina donde estaba el
cementerio, se veían parpadear débilmente las luces de Salem a través de la
lluvia pertinaz. Sacó la linterna del bolsillo porque iba a necesitar luz.
Apartó la pala y se inclinó a revisar los cierres de la caja.
De repente, se quedó rígido. Bajo
sus pies había notado un rebullir inquieto, como si algo arañara o se
revolviera dentro. Por un momento, sintió una punzada de terror supersticioso,
que pronto dio paso a una rabia furiosa, al comprender el significado de
aquellos ruidos. ¡Las ratas se le habían adelantado otra vez!
En un rapto de cólera, Masson
arrancó los cierres del ataúd. Metió el canto de la pala bajo la tapa e hizo
palanca, hasta que pudo levantarla con las manos. Luego encendió la linterna y
la enfocó al interior del ataúd.
La lluvia salpicaba el blanco
tapizado de raso: el ataúd estaba vacío. Masson percibió un movimiento furtivo
en la cabecera de la caja y dirigió hacia allí la luz.
El extremo del sarcófago había
sido horadado, y el boquete comunicaba con una galería, al parecer, pues en
aquel mismo momento desaparecía por allí, a tirones, un pie fláccido enfundado
en su correspondiente zapato. Masson comprendió que las ratas se le habían
adelantado, esta vez, sólo unos instantes. Se dejó caer a gatas y agarró el
zapato con todas sus fuerzas. Se le cayó la linterna dentro del ataúd y se
apagó de golpe. De un tirón, el zapato le fue arrancado de las manos en medio
de una algarabía de chillidos agudos y excitados. Un momento después, había
recuperado la linterna y la enfocaba por el agujero.
Era enorme. Tenía que serlo; de lo
contrario, no habrían podido arrastrar el cadáver a través de él. Masson
intentó imaginarse el tamaño de aquellas ratas capaces de tirar del cuerpo de
un hombre. De todos modos, él llevaba su revólver cargado en el bolsillo, y
esto le tranquilizaba. De haberse tratado del cadáver de una persona ordinaria,
Masson habría abandonado su presa a las ratas, antes de aventurarse por aquella
estrecha madriguera; pero recordó los gemelos de sus puños y el alfiler de su
corbata, cuya perla debía ser indudablemente auténtica, y, sin pensarlo más, se
prendió la linterna al cinturón y se metió por el boquete. El acceso era
angosto. Delante de sí, a la luz de la linterna, podía ver cómo las suelas de
los zapatos seguían siendo arrastradas hacia el fondo del túnel de tierra.
También él trató de arrastrarse lo más rápido posible, pero había momentos en
que apenas era capaz de avanzar, aprisionado entre aquellas estrechas paredes
de tierra.
El aire se hacía irrespirable por
el hedor de la carroña, Masson decidió que, si no alcanzaba el cadáver en un
minuto, volvería para atrás. Los temores supersticiosos empezaban a agitarse en
su imaginación, aunque la codicia le instaba a proseguir. Siguió adelante, y
cruzó varias bocas de túneles adyacentes. Las paredes de la madriguera estaban
húmedas y pegajosas. Por dos veces oyó a sus espaldas pequeños desprendimientos
de tierra. El segundo de éstos le hizo volver la cabeza. No vio nada,
naturalmente, hasta que enfocó la linterna en esa dirección.
Entonces vio varios montones de
barro que casi obstruían la galería que acababa de recorrer. El peligro de su
situación se le apareció de pronto en toda su espantosa realidad. El corazón le
latía con fuerza sólo de pensar en la posibilidad de un hundimiento. Decidió
abandonar su persecución, a pesar de que casi había alcanzado el cadáver y las
criaturas invisibles que lo arrastraban. Pero había algo más, en lo que tampoco
había pensado: el túnel era demasiado estrecho para dar la vuelta.
El pánico se apoderó de él por un
segundo, pero recordó la boca lateral que acababa de pasar, y retrocedió
dificultosamente hasta que llegó a ella. Introdujo allí las piernas, hasta que
pudo dar la vuelta. Luego, comenzó a avanzar precipitadamente hacia la salida,
pese al dolor de sus rodillas magulladas.
De súbito, una punzada le traspasó
la pierna. Sintió que unos dientes afilados se le hundían en la carne, y pateó
frenéticamente para librarse de sus agresores. Oyó un chillido penetrante, y el
rumor presuroso de una multitud de patas que se escabullían. Al enfocar la
linterna hacia atrás, dejó escapar un gemido de horror: una docena de enormes
ratas le miraban atentamente, y sus ojillos malignos brillaban bajo la luz.
Eran unos bichos deformes, grandes como gatos. Tras ellos vislumbró una forma
negruzca que desapareció en la oscuridad. Se estremeció ante las increíbles
proporciones de aquella sombra apenas vista.
La luz contuvo a las ratas durante
un momento, pero no tardaron en volver a acercarse furtivamente. Al resplandor
de la linterna, sus dientes parecían teñidos de un naranja oscuro. Masson
forcejeó con su pistola, consiguió sacarla de su bolsillo y apuntó
cuidadosamente. Estaba en una posición difícil. Procuró pegar los pies a las
mojadas paredes de la madriguera para no herirse.
El estruendo del disparo le dejó
sordo durante unos instantes. Después, una vez disipado el humo, vio que las
ratas habían desaparecido. Se guardó la pistola y comenzó a reptar velozmente a
lo largo del túnel. Pero no tardó en oír de nuevo las carreras de las ratas,
que se le echaron encima otra vez.
Se le amontonaron sobre las
piernas, mordiéndole y chillando de manera enloquecedora. Masson empezó a
gritar mientras echaba mano a la pistola. Disparó sin apuntar, pero de milagro
no se hirió. Esta vez las ratas no se alejaron demasiado. No obstante, Masson aprovechó
la tregua para reptar lo más de prisa que pudo, dispuesto a hacer fuego a la
primera señal de un nuevo ataque.
Oyó movimientos de patas y alumbró
hacia atrás con la linterna. Una enorme rata gris se paró en seco y se quedó
mirándole, sacudiendo sus largos bigotes y moviendo de un lado a otro, muy
despacio, su cola áspera y pelada. Masson disparó y la rata echó a correr.
Continuó arrastrándose. Se había
detenido un momento a descansar, junto a la negra abertura de un túnel lateral,
cuando descubrió un bulto informe sobre la tierra mojada, un poco más adelante.
De momento, lo tomó por un montón de tierra desprendido del techo; luego vio
que era un cuerpo humano.
Se trataba de una momia negruzca y
arrugada, y Masson se dio cuenta, preso de un pánico sin límites, de que se
movía.
Aquella cosa monstruosa avanzaba
hacia él y, a la luz de la linterna, vio su rostro horrible a muy poca
distancia del suyo. Era una calavera casi descarnada, la faz de un cadáver que
ya llevaba años enterrado, pero animada de una vida infernal. Tenía unos ojos
vidriosos, hinchados y saltones, que delataban su ceguera, y, al avanzar hacia
Masson, lanzó un gemido plañidero y entreabrió sus labios pustulosos,
desgarrados en una mueca de hambre espantosa. Masson sintió que se le helaba la
sangre.
Cuando aquel horror estaba a punto
de rozarle, Masson se precipitó frenéticamente por la abertura lateral. Oyó
arañar en la tierra; justo a sus pies, y el confuso gruñido de la criatura que
le seguía de cerca. Masson miró por encima del hombro, gritó y trató de avanzar
desesperadamente por la estrecha galería. Reptaba con torpeza; las piedras
afiladas le herían las manos y las rodillas. El barro le salpicaba en los ojos,
pero no se atrevió a detenerse ni un segundo. Continuó avanzando a gatas,
jadeando, rezando y maldiciendo histéricamente.
Con chillidos triunfales, las
ratas se precipitaron de nuevo sobre él con una horrible voracidad pintada en
sus ojillos. Masson estuvo a punto de sucumbir bajo sus dientes, pero logró
desembarazarse de ellas: el pasadizo se estrechaba y, sobrecogido por el
pánico, pataleó, gritó y disparó hasta que el gatillo pegó sobre una cápsula
vacía. Pero había rechazado las ratas.
Observó entonces que se hallaba
bajo una piedra grande, encajada en la parte superior de la galería, que le
oprimía cruelmente la espalda. Al tratar de avanzar notó que la piedra se
movía, y se le ocurrió una idea: ¡Si pudiera dejarla caer, de forma que
obstruyese el túnel!
La tierra estaba empapada por el
agua de la lluvia. Se enderezó y se puso a quitar el barro que sujetaba la
piedra. Las ratas se aproximaban. Veía brillar sus ojos al resplandor de la
linterna. Siguió cavando frenético en la tierra. La piedra cedía, tiró de ella
y la movió de sus cimientos.
Se acercaban las ratas… Era el
enorme ejemplar que había visto antes. Gris, leprosa, repugnante, avanzaba
enseñando sus dientes anaranjados. Masson dio un último tirón de la piedra, y
la sintió resbalar hacia abajo. Entonces reanudó su camino a rastras por el
túnel.
La piedra se derrumbó tras él, y
oyó un repentino alarido de agonía. Sobre sus piernas se desplomaron algunos
terrones mojados. Más adelante, le atrapó los pies un desprendimiento
considerable, del que logró desembarazarse con dificultad. ¡El túnel entero se
estaba desmoronando!
Jadeando de terror, Masson
avanzaba mientras la tierra se desprendía tras él. El túnel seguía
estrechándose, hasta que llegó un momento en que apenas pudo hacer uso de sus
manos y piernas para avanzar. Se retorció como una anguila hasta que, de
pronto, notó un girón de raso bajo sus dedos crispados; y luego su cabeza chocó
contra algo que le impedía continuar. Movió las piernas y pudo comprobar que no
las tenía apresadas por la tierra desprendida. Estaba boca abajo. Al tratar de
incorporarse, se encontró con que el techo del túnel estaba a escasos
centímetros de su espalda. El terror le descompuso.
Al salirle al paso aquel ser
espantoso y ciego, se había desviado por un túnel lateral, por un túnel que no
tenía salida. ¡Se encontraba en un ataúd, en un ataúd vacío, al que había
entrado por el agujero que las ratas habían practicado en su extremo!
Intentó ponerse boca arriba, pero
no pudo. La tapa del ataúd le mantenía inexorablemente inmóvil. Tomó aliento
entonces, e hizo fuerza contra la tapa. Era inamovible, y aun si lograse
escapar del sarcófago, ¿cómo podría excavar una salida a través del metro y
medio de tierra que tenía encima?
Respiraba con dificultad. Hacía un
calor sofocante y el hedor era irresistible. En un paroxismo de terror,
desgarró y arañó el forro acolchado hasta destrozarlo. Hizo un inútil intento
por cavar con los pies en la tierra desprendida que le impedía la retirada. Si
lograse solamente cambiar de postura, podría excavar con las uñas una salida
hacia el aire… hacia el aire…
Una agonía candente penetró en su
pecho; el pulso le dolía en los globos de los ojos. Parecía como si la cabeza
se le fuera hinchando, a punto de estallar. Y de súbito, oyó los triunfales
chillidos de las ratas. Comenzó a gritar, enloquecido, pero no pudo rechazarlas
esta vez. Durante un momento se revolvió histéricamente en su estrecha prisión,
y luego se calmó, boqueando por falta de aire. Cerró los ojos, sacó su lengua
ennegrecida, y se hundió en la negrura de la muerte con los locos chillidos de
las ratas taladrándole los oídos.
(TERROR)
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