
© Los Hermanos Grimm
(Jacob Grimm y Wilhelm Grimm)
1785-1863 y 1786-1859 «Alemania»
Un labrador muy rico estaba un día
delante de su puerta mirando sus campos y sus huertos; el llano estaba cubierto
por la cosecha con los árboles cargados de fruta. El trigo de los años
anteriores llenaba de tal modo sus graneros que las vigas del techo se doblaban
bajo su peso. Sus establos estaban llenos de bueyes, vacas y caballos.
Entró en su cuarto y dirigió una
mirada al cofre en donde guardaba su dinero. Pero mientras estaba absorto en la
contemplación de estas riquezas, creyó oír en su interior una voz que le decía:
«¿Has hecho feliz a alguno de los
que te rodeaban, a pesar de todo tu oro?, ¿Has aliviado la miseria de los pobres?,
¿Has repartido tu pan con los que tenían hambre?, ¿Has estado satisfecho con lo
que poseías y no has deseado nunca más?»
Su corazón no vaciló en contestar:
«Siempre he sido duro e
inexorable, nunca he hecho nada por mis parientes ni por mis amigos. No me he
preocupado acerca de Dios, sólo pensaba en aumentar mi riqueza. Aun cuando
hubiera poseído el mundo entero no hubiera tenido nunca lo suficiente».
Este pensamiento le atemorizó,
haciéndole temblar las rodillas de tal modo que se vio obligado a sentarse. Al
mismo tiempo llamaron a la puerta. Era uno de sus vecinos, cargado de hijos (a
quienes no podía sustentar).
«No ignoro —pensaba para sí—, que
mi vecino es mucho más despiadado que rico; sin duda no hará caso de mi dilema,
pero mis hijos me piden pan y no está de más hacer el intento».
En cuanto llegó a la presencia del
rico, le hablo de esta manera:
—Sé, que no le gusta socorrer a
nadie, pero me dirijo a usted con desesperación como un hombre que, estando
próximo a ahogarse se agarra a la más débil rama. Mis hijos tienen hambre...
Tenga la caridad de prestarme un puñado de trigo.
Un rayo de compasión penetró por
primera vez en el hielo de aquel corazón avaro.
—No te prestaré un puñado —le
respondió—, te daré una fanega pero con una condición.
—¿Cuál? —preguntó el necesitado
hombre.
—Deberás pasar las tres primeras
noches, después de mi muerte, velando sobre mi sepultura.
La proposición no agradó mucho al
vecino pobre, pero en la necesidad en que se encontraba, tuvo que aceptarlo. Lo
prometió, pues, y se llevó el trigo a su casa.
Parecía que el labrador había
adivinado el porvenir, pues a los tres días murió de repente, sin que nadie lo
sintiera. En cuanto estuvo enterrado, el pobre se acordó de su promesa; hubiera
querido verse dispensado de ella, pero se dijo:
«Este hombre ha sido generoso conmigo, ha dado
pan a mis hijos y además le he dado mi palabra y debo cumplírsela».
A la caída de la tarde, fue al
cementerio y se sentó encima de la sepultura.
Todo estaba tranquilo, la luna
iluminaba los sepulcros y de cuando en cuando volaba un búho lanzando gritos
fúnebres. A la salida del sol volvió a su casa sin haber corrido el menor
peligro. Lo mismo sucedió la noche siguiente.
Al tercer día sintió un terrible
temor, como si fuera a pasar alguna cosa extraña. En la noche al entrar en el
cementerio distinguió a lo largo de la pared un hombre como de unos cuarenta
años, de rostro moreno y de ojos vivos y penetrantes, envuelto en una capa;
bajo la cual sólo se veían unas grandes botas de montar.
—¿Qué busca aquí? —le dijo el
pobre—, ¿no le da miedo entrar a este cementerio?
—Nada busco —respondió el otro—,
¿y de qué he de tener miedo? Soy un simple soldado licenciado y voy a pasar la
noche aquí porque no tengo otro asilo.
—Pues bien, —le dijo el pobre— ya
que no le da miedo, ¿me puede ayudar a guardar esta tumba por esta noche?
—Con mucho gusto —respondió el
soldado—, mi oficio es hacer guardia. Quedémonos juntos y participaremos del
bien o del mal que se presente. Y se sentaron encima de la sepultura.
Todo permaneció en silencio hasta
la medianoche. Entonces, sonó en el aire un silbido agudo y los dos guardianes
vieron delante de ellos al Diablo en persona.
—¡Fuera de aquí, canallas! —les
gritó el Diablo—, Este muerto me pertenece, voy a llevármelo, y si no se van
pronto les retorceré el pescuezo.
—Señor de la pluma roja —le
contestó el soldado—. Usted no es mi capitán y por lo tanto no tengo que
recibir órdenes de su parte, y además, no le tengo miedo. Continúe su camino
que nosotros nos quedaremos aquí.
El Diablo pensó que con dinero lo
obtendría todo de estos dos miserables, y tomando un tono más dulce, les
preguntó con la mayor familiaridad si consentían en alejarse dándoles una bolsa
llena de oro.
—Con mucho gusto —respondió el
soldado—, eso es hablar como hombres, pero una bolsa de oro no es suficiente.
Pues no dejaremos este lugar si no nos das con qué llenar una de mis botas.
—No tengo una cantidad tan grande
aquí —dijo el Diablo—, pero voy a ir a buscarla. En la ciudad próxima vive un
usurero amigo que no vacilará en prestarme esa suma.
En cuanto partió el Diablo, el
soldado se quitó la bota izquierda diciendo:
—Vamos a jugarle una treta.
Compadre, deme su navaja.
Cortó la suela de la bota y puso
la badana derecha encima de unas yerbas muy altas, arrimada a un sepulcro que
había allí cerca.
No paso mucho tiempo antes de ver
llegar al Diablo con un pequeño saco de oro en la mano.
—Échalo aquí —dijo el soldado
levantando un poco la bota—, pero no será suficiente.
El Diablo vació el saco, pero el
oro cayó en el suelo y la bota quedó vacía.
—¡Imbécil! —le gritó el soldado—,
¿no te lo había dicho? Vuelve y trae mucho más.
El Diablo partió meneando la
cabeza y volvió al cabo de un rato con un saco mucho mayor bajo el brazo.
—Eso ya vale algo más —dijo el
soldado—, pero dudo que baste todavía para llenar la bota.
El oro cayó sonando pero la bota
quedó vacía. El Diablo se aseguró por sí mismo mirando con sus ojos de fuego.
—¡Vaya botas que tienes! —exclamó
haciendo un gesto de asombro.
—¿Querías que llevara como tú, un
pie descalzo? —replicó el soldado—.
—¿Desde cuándo te has vuelto tan
avaro mi querido soldado?
—Vamos, ve a buscar otro saco o si
no ya estás de más aquí.
El Diablo se alejó otra vez, pero
estuvo mucho tiempo ausente; cuando volvió por fin, apenas podía llevar el
enorme saco que traía sobre su espalda. Apresurándose a vaciarlo en la bota,
que se llenó menos que nunca. Iba encolerizado a arrancar la bota de manos del
soldado, cuando en el cielo ilumino el primer rayo de sol. En ese mismo
instante desapareció el Diablo lanzando un grito de derrota. La pobre alma se
había salvado.
Al ver esto el pobre quiso
repartir el oro con su compañero de vigilia, pero el soldado le dijo:
—Da mi parte a los pobres. Iremos
a tu casa y con el resto viviremos juntos pacíficamente todo lo que Dios
quiera.
(FANTÁSTICO)
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