
© Robert Bloch
1917-1994 «Estados Unidos»
Mis miembros eran de plomo. Mi
corazón era como un reloj que pulsaba en vez de latir, muy lentamente. Mis
pulmones eran como esponjas de metal, mi cabeza un cuenco de bronce lleno de
lava fundida que se movía como mercurio, atrás y adelante, en ardientes
oleadas. Atrás y adelante… mientras la conciencia y el inconsciente jugaban
entremezclados contra un fondo de lento y sordo dolor.
Sentía eso, nada más. Tenía
corazón, pulmones, y cuerpo… pero no sentía nada externo; mi cuerpo no “tocaba”
nada. No estaba sentado, ni de pie, andando o tendido, ni haciendo nada que
pudiera sentir. Sólo tenía corazón, pulmones, cuerpo y cabeza en las tinieblas
que estaban llenas de la pulsación de una muda agonía. Esto era yo.
Pero, ¿quién era yo?
Me asaltó la idea: la primera idea
real, ya que antes sólo había estado enterado de existir. Me pregunté cuál
sería la naturaleza de mi ser. ¿Quién era yo?
Era un hombre.
La palabra “hombre” evocó ciertas
asociaciones que lucharon por surgir de entre el dolor, de entre la pulsación
del corazón y la sensación jadeante de los pulmones. Si era un hombre, ¿qué
estaba haciendo? ¿Y dónde estaba yo?
Como respuesta a la idea, mi
conocimiento aumentó. Yo poseía un cuerpo, por tanto, tenía manos, orejas,
ojos. Debía pues, tratar de sentir, oír y ver.
Pero no podía. Mis brazos estaban
agarrotados como masas de hierro inamovibles. Mis oídos sólo captaban el sonido
del silencio y la pulsación que resonaba dentro de mi torturado cuerpo. Mis
ojos estaban sellados por el peso plúmbeo de mis enormes párpados. Comprendí
esto y sentí pánico.
¿Qué había sucedido? ¿Qué me
pasaba? ¿Por qué no podía sentir, ver y oír?
Había sufrido un accidente y me
hallaba tendido en un lecho de hospital bajo los efectos del éter. Esta era una
explicación. Tal vez estuviese tullido: ciego, sordo, mutilado. Sólo mi alma
existía débilmente, como el susurro de las ráfagas de viento por entre las
ruinas de una casa muy antigua.
¿Pero qué accidente? ¿Dónde me
hallaba antes del mismo? Claro, debía haber vivido. ¿Cuál debía ser mi nombre?
Me resigné a la oscuridad mientras
forcejeaba por aclarar estos enigmas, y la oscuridad era grata. Mi cuerpo y la
oscuridad parecían hallarse igualmente separadas, pero mezclándose entre sí.
Era sosegado… demasiado sosegado para los pensamientos que zumbaban en mi
cerebro. Los pensamientos luchaban y gritaban, y finalmente atronaron mi mente
hasta que me desperté.
Sentí la sensación que recordaba
vagamente de tener “un pie dormido”. Pero ahora esta sensación se extendía por
todo mi cuerpo, de forma que una ligera picazón me dio la sensación, poco a
poco, de tener unos brazos, unas manos, un pecho y unas piernas y pies.
Sus líneas fueron “emergiendo”,
quedando definidas por aquella picazón. Algo taladró mi espinazo, como si la
broca del dentista la estuviese atravesando. Simultáneamente, tuve conocimiento
de que mi corazón era un tambor congoleño dentro de mi pecho, mis pulmones
hinchadas calabazas que se elevaban y descendían a un ritmo frenético. Me gocé
en el dolor, ya que por él sentía. La sensación de separación desapareció y
comprendí que yo, completo, intacto, yacía sobre algo blando.
Pero ¿dónde?
Esta fue la pregunta siguiente y
de súbito tuve las suficientes energías como para solucionar el problema. Abrí
los ojos. No vieron nada más que la continuación de la negrura que se agitaba
tras mis entornados párpados. Si acaso una oscuridad más profunda, más mórbida.
No podía divisar nada de mi cuerpo y, sin embargo, tenía los ojos abiertos.
¿Estaba ciego?
Mis oídos no captaban otro sonido
que el de la misteriosa inspiración de mis pulmones.
Mis manos se movieron tan
lentamente en mis costados, rozando una tela, que me dijeron que mis miembros
estaban arropados, pero no abrigados. Unos centímetros… Mis manos tropezaron
con superficies sólidas, seguras, a cada lado. Alcé las manos hacia arriba,
impulsado por el temor. Veinte centímetros y otra sólida superficie de madera.
Extendí los pies y a través de las puntas de los zapatos toqué madera. Abrí la
boca y surgió un sonido. Fue sólo un estertor, aunque yo había querido gritar.
Por entre mis ideas giraba
vertiginosamente un nombre…, un nombre que se abrió paso a través de la bruma y
se elevó como un símbolo de mi irrazonable miedo. Yo sabía un nombre y quise
proclamarlo:
“Edgar Allan Poe”.
Entonces, mi ronca voz susurró lo
que, ése fue mi temor, estaba en relación con este nombre:
—¡El entierro prematuro!
—susurré—. Poe lo escribió. ¡Yo soy… un ser vivo!
Estaba en un ataúd de madera, con
el aire viciado de mi propia corrupción penetrando en mis pulmones,
quemándolos, a través de mi olfato. Me hallaba en un ataúd, enterrado en la
tierra y, sin embargo, estaba vivo.
Entonces hallé fuerzas. Mis manos
comenzaron a arañar y empujar frenéticamente la superficie que tenía sobre mi
cabeza. Logré aferrar los costados de mi prisión y empujé con todas mis
fuerzas, en tanto mis pies golpeaban el extremo inferior de la caja. Pegué
puntapiés, vigorosos puntapiés. Una nueva fuerza, la fuerza de los locos,
penetró en mi sangre. Con salvaje frenesí, en una agonía nacida del hecho de no
poder gritar y darle expresión, golpeé con ambos pies el extremo del ataúd, y
por fin sentí cómo cedía la madera, astillándose.
Los lados también crujieron, mis
ensangrentados dedos se aferraron a la tierra y rodé sobre mí mismo, escarbando
la húmeda y blanda tierra. Seguí escarbando hacia arriba, en una especie de
desesperación y anhelo incontenibles mientras trabajaba. Sólo el instinto
combatía el insano horror que se había apoderado de mi ser y lo transformaba en
la actividad que sin la cual no podía salvarme.
Debieron enterrarme
apresuradamente, ya que había poca tierra sobre mi tumba. Medio asfixiado y
sofocado, me abrí camino hacia arriba después de interminables siglos de
delirio, durante los cuales el polvo de mi sepultura me cubrió, en tanto yo me
escurría como un gusano hacia la superficie. Mis manos lograron por fin formar
una cavidad. Ascendí vigorosamente y salí al exterior.
Me arrastré a la luz de la luna
que inundaba un mundo compuesto de hongos de mármol, que surgían abundantemente
de los montones de hierba que me rodeaban. Algunas de las fantásticas losas tenían
forma de cruz, otras lucían cabezas o grandes bocas como urnas. Eran las
lápidas de las sepulturas, naturalmente, pero sólo las veía como hongos,
gordos, bajos, de una palidez mortal, que extendían sus raíces bajo tierra para
buscar su alimento.
Me quedé tendido, mirándolo todo,
así como el pozo por el que acababa de pasar de la muerte a la vida nuevamente.
No podía, no quería pensar. Las
palabras “Edgar Allan Poe” y “Entierro prematuro”, habían asaltado
imprevistamente mi mente y ahora, por un desconocido motivo, empecé a susurrar
con una voz ronca, rasposa, que por fin sonó más clara:
—¡Lázaro, Lázaro, Lázaro…!
Gradualmente, mi jadeo cesó y
logré aspirar grandes bocanadas de aire fresco que cantó al hundirse en mis
agotados pulmones. Volví a contemplar la sepultura…, mi sepultura. No tenía
lápida. Era una tumba miserable, en un sector miserable del cementerio. Probablemente
un Campo de Alfarero. Estaba cerca de los límites de la necrópolis, y la maleza
asediaba aquellas míseras tumbas. No había lápidas, lo cual me recordó mi
pregunta.
¿Quién era yo?
Era un problema único. Antes de
morir yo había sido alguien, pero ¿quién? Seguramente se trataba de un nuevo
caso de amnesia. El retorno a una nueva vida en el verdadero sentido de la
frase.
¿Quién era yo?
Era gracioso que pudiese recordar
palabras como “amnesia” y, sin embargo, no pudiese asociarlas con algo personal
de mi pasado. Mi mente estaba completamente en blanco. ¿Era el resultado de la
muerte?
¿Era algo permanente o mi mente
despertaría al cabo de unas horas, lo mismo que había sucedido con mi cuerpo?
De lo contrario, me vería en un terrible apuro… Ignoraba mi nombre, mi estado,
lo que había sido. A través de mi cerebro pasaron alocadamente los nombres de
diversas ciudades: Chicago, Milwaukee, Los Ángeles, Washington, Bombay,
Shangai, Cleveland, Chichen Itzá, Pernambuco, Angkor, Roma, Cartago…
No pude asociar ni una sola
conmigo, ni explicar cómo conocía tales nombres.
Recordé calles: Mariposa Boulevard
y Michigan Avenue, Broadway, Center Street, Park Lane y Champs Elisées. Nada
significaban para mí.
Pensé nombres propios: Félix
Kennaston, Ben Blue, Ralph Waldo Emerson, Studs Lonigan, Arthur Gordon Pym,
James Gordon Bennet, Samuel Butler, Igor Stravinsky… y no forjaron ninguna
imagen en mi cerebro.
Podía ver todas las calles,
visualizar a toda la gente, imaginarme todas las ciudades, pero no podía
asociarme con ninguno de tales nombres.
Comedia, tragedia, drama: era una
triste escena para ser interpretada en un cementerio a la caída de la noche. Me
había escurrido de una tumba sin lápida, y lo único que sabía era que yo era un
hombre. Pero ¿quién?
Mis ojos se pasearon por mi
persona, tendida en la hierba. Bajo el barro y el polvo distinguí un traje
oscuro, desgarrado en varios lugares, y descolorido. Cubría el cuerpo de un
hombre de alta estatura; un cuerpo delgado, poco musculado y un pecho
aplastado. Mis manos, al recorrer mi persona, eran largas y extrañamente
delgadas: no eran manos de campesino. No pude saber nada de mi cara, aunque
pasé mis manos por todas sus facciones. De una cosa estaba seguro: fuese cual
fuese la causa de mi aparente muerte, yo no estaba físicamente mutilado.
La fuerza me impulsó a levantarme.
Me puse de pie y me tambaleé sobre la hierba. Durante unos minutos sentí la
ebria sensación de flotar, pero gradualmente el terreno se tornó sólido bajo
mis pies, y trabé conocimiento con la frialdad de la noche y del viento que
azotaba mi frente, al tiempo que escuchaba con indecible gozo el chirrido de
los grillos en un próximo lodazal. Di una vuelta por las tumbas, contemplé el
encapotado cielo y sentí caer el rocío y la humedad.
Pero mi cerebro estaba solo,
separado, luchando con los invisibles demonios de la duda. ¿Quién era yo? ¿Qué
iba a hacer? No podía vagar por las calles en mi desordenado estado físico. Si
me presentaba a las autoridades me encerrarían por loco. Además, no quería ver
a nadie. De pronto comprendí esto.
No quería ver luces ni gente. Yo
era… diferente.
“Tenía en mí la sensación de la
muerte”. ¿Estaría aún…?
Incapaz de soportar esta idea,
busqué pistas frenéticamente. Traté por todos los medios de despertar mi
dormida memoria. Caminando incansablemente durante la noche, combatiendo el
caos y la confusión, batallando contra las nubes tenebrosas que rodeaban mi cerebro,
anduve arriba y abajo por los más apartados rincones del cementerio.
Exhausto, miré el iluminado cielo.
Y entonces mis ideas se alejaron, y también mi confusión. Sólo estaba seguro de
una cosa, de la necesidad de descansar, de tener paz, olvido. “¿Era un deseo de
muerte? ¿Había salido de la tumba sólo para volver a ella?”
No lo supe ni me importaba. Movido
por un impulso tan inexplicable como arrollador, me arrastré hacia las ruinas
de mi sepultura, entré, envolviéndome en las tinieblas como un agradecido
gusano, y la tierra me cayó encima. Había suficiente aire para permitirme
respirar mientras estuviese tendido en mi ataúd.
Mi cabeza cayó hacia atrás y me
instalé en mi ataúd para dormir…
Los rumores y ruidos de mis sueños
murieron sin poder recordarlos. Se alejaron de mis sueños y volví a la realidad
hasta que me incorporé y empecé a empujar la tierra que me oprimía. ¡Estaba en
la tumba!
Otra vez el terror. Había
albergado la esperanza de que todo fuese un sueño, y que el despertar me traería
a la bella realidad. Pero estaba en la tumba, y la tormenta reinaba en lo alto.
Me arrastré al exterior.
Todavía era de noche, o más bien,
el instinto me hizo comprender que volvía a ser de noche. Debí dormir todo el
día. Esta tormenta mantenía a la gente lejos del cementerio y por esto no
habían podido darse cuenta del estado de mi tumba. Me icé a la superficie y la
lluvia me azotó desde el cielo con inusitada furia.
Y sin embargo me sentí feliz;
feliz por la vida que ya conocía. Bebí la lluvia; el trueno me maravilló como
si fuese una sinfonía. Me admiró la esmeraldina belleza del relámpago. ¡Yo
estaba vivo!
A mi alrededor, los cadáveres
corrompidos y putrefactos no podían, a pesar del furor desencadenado de todos
los elementos, alimentar una chispa de existencia o de memoria. Mis pobres
pensamientos, mi pobre vida, eran infinitamente preciosos en comparación con
aquellos desdichados. Yo había engañado a los gusanos y las larvas. ¡Que
aullara la tormenta! Yo aullaría con ella, compartiendo aquella cósmica
majestad.
Vitalizado en el verdadero sentido
de la palabra, eché a andar. La lluvia se llevaba las manchas de mis ropas y mi
cuerpo. Singularmente, no sentía frío ni la humedad que me rodeaba. Estaba
enterado de todo ello, pero no penetraban en mi cuerpo. Por primera vez
comprendí otra cosa extraña: no estaba hambriento ni tenía sed. Al menos, no
parecía tenerlos. ¿Habría muerto mi apetito con mi memoria? Reflexioné.
Memoria…, el problema de la
identidad todavía me apremiaba. Seguí andando, impulsado por la tormenta. Aún
meditando, los pies me condujeron más allá de los confines del cementerio. La
galerna parecía guiar mis pasos por la acera de una calle desierta. Anduve,
casi sin darme cuenta.
¿Quién era yo? ¿Cómo había
fallecido? ¿Cómo podía revivir? Anduve bajo la lluvia, por la oscura calle,
solo en el mojado terciopelo de la noche.
¿Quién era yo? ¿Cómo había
fallecido? ¿Cómo podía revivir?
Atravesé una calle, penetré en
otra más estrecha, aún empujado por el viento y la risotada de los truenos que
se burlaban de mi asombro.
¿Quién era…?
Lo sabía. Mi nombre… la calle me
lo dijo. Summit Street. ¿Quién vivía en Summit Street? Arthur Derwin, de Summit
Street. Yo era Arthur Derwin. Era… algo que no podía recordar. Había vivido
muchos años y, sin embargo, sólo conseguía recordar mi nombre.
¿Cómo había muerto?
Había acudido a una sesión
espiritista: se apagaron las luces y la señora Price invocó a alguien. Dijo
algo sobre las influencias del mal y las luces se encendieron.
Pero no se encendieron.
Y debían de haberse encendido.
Sí, estaban encendidas, pero no
para mí.
Yo había muerto. Muerto en la
oscuridad de la sesión. ¿Qué me mató? ¿Tal vez el espanto? ¿Qué sucedió
después? La señora Price había callado. Yo vivía solo en la ciudad; me habían
enterrado apresuradamente en una tumba de pobre.
—Un ataque al corazón —sentenció
el coronel. Nada más.
Esto fue todo. Y, sin embargo, yo
era Arthur Derwin, y seguramente a alguien le habría importado mi muerte.
“Bramin Street”, anunció la enseña
de la calle a la luz del relámpago.
Bramin Street… A alguien le habría
importado: a Viola.
Viola era mi prometida. Había
amado a Arthur Derwin. ¿Cuál era su apellido? ¿Dónde la conocí? ¿Cómo era?
“Bramin Street”.
Otra vez la enseña.
Inconscientemente, mis pies continuaron su camino. Estaba recorriendo Bramin
Street sin pensar en la tormenta.
Bien. Dejé que mis pies me
guiaran. No quería pensar. Mis pies me conducirían, por costumbre, a casa de
Viola… Allí sabría… Bien, no debía pensar. Sólo andar en medio de la tormenta.
Anduve, con los ojos cerrados ante
las tinieblas que azotaba el trueno. Me alejaba de la muerte y ahora tenía
hambre. Tenía hambre y sed en la noche, hambre de ver a Viola y sed de sus
labios. Por ella regresaba de la muerte…, ¿o era esto demasiado poético?
Salí de la tumba y volví a dormir
en ella y de nuevo me levanté y sondeé el mundo sin memoria. Era algo grotesco,
fúnebre, macabro. Yo fallecí en la sesión.
Mis pies iban chapoteando en la
calle inundada por la lluvia. No sentía frío ni la humedad. Por dentro estaba
ardiendo, ardiendo con el recuerdo de Viola, de sus labios, de su cabello. Era
rubia. Tenía una cabellera como la luz del sol, ojos azules y tan profundos
como el mar, y una tez con la blancura de los flancos de un unicornio. Recordé
habérselo dicho mientras la tenía entre mis brazos. Sabía que su boca era como
una hendidura escarlata que producía el éxtasis. Ella era el hambre que yo
sentía, ella el ardiente deseo que me conducía a su puerta a través de las
nieblas de mi memoria.
Jadeaba, pero sin saberlo. Dentro
de mí giraba como una rueda que había sido antaño mi cerebro y ahora era sólo
un volante verde que giraba dejándome ver imágenes caleidoscópicas de Viola, de
la tumba, de una sesión de espiritismo, de presencias perversas y de una muerte
inexplicable. Viola estaba interesada en el misticismo. Fuimos juntos a la
sesión. La señora Price era una médium famosa. Yo me morí en la sesión y me
desperté en la tumba. Y ahora regresaba para ver a Viola. Regresaba para
averiguar algo de mí mismo. Ahora sabía quién era yo y cómo había muerto.
¿Pero cómo revivía?
“Cómo revivía”. “Bramin Street”.
Mis pies chapoteaban.
Luego, el instinto me condujo
hacia el porche. Fue el instinto el que hizo que mi mano se dirigiese al
familiar picaporte sin llamar, y el instinto quien me hizo cruzar el umbral.
Me quedé en el pasillo, un pasillo
desierto. Había un espejo y por primera vez iba a poder verme. Tal vez me
asombraría mi completo reconocimiento, mi completo recuerdo. Me contemplé, pero
el espejo se tornó borroso ante mi mirada. Me sentí debilitado, mareado. Pero
esto se debía al hambre que me atenazaba, el hambre que me consumía. Era tarde.
Viola no estaría abajo, sino arriba en su dormitorio.
Subí la escalera, goteando a cada
paso y andando silenciosamente, apartándome de los diminutos charcos de agua
que mis ropas iban dejando.
De repente me abandonó la
debilidad y volví a sentirme vigoroso. Tuve la sensación de estar ascendiendo
por la escalinata del Destino. Como si al llegar a lo alto fuese a conocer la
verdad de mi futuro.
Algo me había traído desde la
tumba a casa de Viola. Algo se movía detrás de esta misteriosa resurrección. La
respuesta estaba arriba.
Llegué a lo alto y me interné por
el oscuro y familiar pasillo. La puerta del dormitorio se abrió a la presión de
mi mano. Junto a la cama ardía una vela, nada más.
Entonces divisé a Viola tendida en
su lecho. Dormía, como una encarnada belleza. Dormía. Era muy joven y adorable
en aquel momento. Me apiadé de ella, por lo que sabría al despertar. Llamé
suavemente:
—Viola…
Repetí el nombre suavemente,
mientras mi cerebro daba vueltas a la última de mis tres acuciantes preguntas.
“¿Cómo revives?”, preguntaba mi
cerebro.
—¡Viola! —gritó mi voz.
Abrió los ojos y la vida los
inundó. Me vio.
—¡Arthur…! —jadeó—. ¡Estás muerto!
Por fin chilló.
—Sí —dije en voz baja.
¿Por qué contesté “sí”?
“¿Cómo revives?”, volvió a
insistir mi cerebro.
La joven se incorporó, temblando.
—¡Estás muerto! ¡Eres un fantasma!
Nosotros te enterramos. La señora Price tenía miedo. Falleciste en la sesión.
¡Vete, Arthur, vete…! ¡Estás muerto!
Gimió una y otra vez. Miré su
beldad y sentí hambre. Mil recuerdos de la última noche me asaltaron de golpe.
La sesión, y la señora Price invocando a los espíritus del mal; la frialdad que
se apoderó de mí en la oscuridad y mi súbito hundimiento en el olvido. Después
mi despertar y mi búsqueda en pos de Viola para que apaciguase mi hambre.
No de comida. No de bebida. No de
amor. Un nuevo apetito. Un nuevo apetito que sólo conocía de noche. Un nuevo
apetito que me hacía evitar a los hombres y olvidarme de mí mismo. Un nuevo
apetito que odiaba los espejos.
Apetito… de Viola.
Avancé hacia ella lentamente, y
mis mojadas prendas susurraron cuando extendí mis brazos tranquilizadoramente y
la cogí entre mis brazos. Por un instante lo sentí por ella, pero el apetito se
presentó más agudo e incliné la cabeza.
La última pregunta volvió a cruzar
fugazmente por mi cerebro.
“¿Cómo revives?”
La sesión, la amenaza de los malos
espíritus, contestaron a esta pregunta. La contesté yo mismo.
Ya sabía por qué me había
levantado de la tumba, quién y qué era, cuando cogí en brazos a Viola. Sí, la
cogí entre mis brazos y clavé mis colmillos en su garganta. Esto contestó la
pregunta.
Yo era un vampiro.
(TERROR)
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