
© Gabriel García Márquez
1927-2014 «Colombia»
Llegamos a Arezzo un poco antes
del mediodía, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que
el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo
idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente
y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles
abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al
automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones
viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el
castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le
contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.
—Menos mal —dijo ella— porque en
esa casa espantan.
Mi esposa y yo, que no creemos en
aparecidos del medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos
hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un
fantasma de cuerpo presente.
Miguel Otero Silva, que además de buen
escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un
almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de
conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto
desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la
visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos
almorzando. Era difícil creer que, en aquella colina de casas encaramadas,
donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de
genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe
que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.
—El más grande —sentenció— fue
Ludovico.
Así, sin apellidos: Ludovico, el
gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de
su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló
de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó
cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en
el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces
perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio,
que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa
en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.
El castillo en realidad, era
inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón
contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras
suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos
sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus
dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había
hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para
sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos
almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los
siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de
diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una
habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el
dormitorio de Ludovico.
Fue un instante mágico. Allí estaba
la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de
pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada.
Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en
piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del
caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros
florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo,
lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía
estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.
Los días del verano son largos y
parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las
nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las
cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della
Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien
conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las
maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.
Mientras lo hacíamos, bajo un
cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la
cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa
oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las
puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue
a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel
Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de
decirles que no.
Al contrario de lo que yo temía,
dormimos muy bien; mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis
hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de
tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques
insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia
pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos
muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con
un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa
navegaba en el mar apacible de los inocentes. «Qué tontería —me dije—, que
alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos». Sólo entonces me
estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas
frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste
que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en
la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino
en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las
sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.
(TERROR)
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