
© John Collier
1850-1934 «Reino Unido»
Alan Austen, nervioso como un gato
subió cierta, oscura y crujiente escalera en las inmediaciones de Pell Street;
y escudriñó un momento en el sombrío rellano antes de localizar el nombre que
buscaba, escrito confusamente sobre una de las puertas.
Empujó esa puerta como se le había
indicado, y se encontró en una pequeña estancia; en la que no había más
mobiliario que una sencilla mesa de cocina, una mecedora y una silla corriente.
En una de las sucias paredes color gris había un par de anaqueles que contenía
en total, quizás, una docena de botellas y tarros.
Un hombre viejo se encontraba
sentado en una mecedora leyendo un periódico. Alan, sin decir palabra alguna, le
entrega una tarjeta que le habían dado.
—Siéntese, señor Austen —indicó el
anciano con gran cortesía—. Me da mucho gusto conocerlo.
—¿Es verdad que posee usted cierta
mixtura de… hum… unos efectos muy extraordinarios?
—Mi querido señor —contestó el
anciano—, mis existencias de ese género no son muy amplias, pero no dejan de
ser variadas. No trabajo compuestos comunes… creo que nada de lo que vendo
tiene efectos que puedan ser descritos, precisamente, como corrientes.
—Bien, el hecho es… —empezó Alan.
—Por ejemplo —le interrumpió el anciano,
tomando una botella del anaquel—, aquí está un líquido incoloro como el agua,
casi insípido; completamente imperceptible si se disuelve en café, vino o
cualquier otra bebida. Pasaría también totalmente inadvertido en cualquier
método usual de autopsia.
—¿Quiere decir que se trata de un
veneno? —exclamó Alan, horrorizado.
—Llámelo detergente, si le place
—continuó el anciano con indiferencia—. Quizá sirva para limpiar guantes… jamás
lo he intentado. Se podría llamar detergente de vidas, las vidas necesitan
limpieza en ocasiones.
—No, pero es que yo busco otra
cosa —precisó Alan.
—Probablemente algo parecido
—manifestó el anciano—. ¿Sabe el precio? Por una cucharadita de té, que es
suficiente, pido cinco mil dólares. Nunca menos, ni un centavo menos.
—Espero que no todos sus productos
sean tan caros —dijo Alan, aprensivamente.
—¡Oh, no! —exclamó el anciano—. No
sería justo poner ese precio a una poción de amor, por ejemplo. Los jóvenes que
necesitan una poción de amor raramente tienen cinco mil dólares, de otro modo
no la necesitarían.
—Me complace oír eso —dijo Alan.
—Mi opinión es ésta —explicó el anciano—,
complazca a un cliente con un artículo y volverá cada vez que necesite otro, aunque
sea más costoso. Ahorrará para ello, si es preciso.
—¿De manera que vende realmente
pociones de amor? —preguntó Alan.
—Si no vendiese pociones de amor
—afirmó el anciano, tomando otro frasco—, no le habría mencionado el otro
asunto. Únicamente cuando se tiene oportunidad de prestar un servicio se puede
ser tan confidencial.
—Y esas pociones —prosiguió Alan—
no son precisamente… hum…
—En absoluto —exclamó el anciano—.
Sus efectos son permanentes y se prolongan mucho más allá del mero impulso
casual, pero lo incluyen. ¡Ya creo que lo incluyen!, generosa, insistentemente,
eternamente.
—¡Dios mío! —murmuró Alan, que
intentó dar otro matiz a sus palabras—. ¡Qué interesante!
—Además, considere el aspecto
espiritual —prosiguió el anciano.
—No dejo de hacerlo —aseguró Alan.
—A la indiferencia —explicó el
anciano— sustituye la devoción; al desdén, la adoración. Dé una pequeña
cantidad de esto a una muchacha (el sabor es imperceptible en zumo de naranja,
sopa o cócteles) y, por alegre e inconstante que sea, cambiará por completo. No
deseará nada más que la soledad y a usted.
—Apenas puedo creerlo —admitió
Alan—. Es tan aficionada a las reuniones…
—Ya no le agradarán más —aseguró
el anciano—. Sentirá temor de las muchachas bonitas que usted pueda conocer.
—¿Tendrá verdaderos celos? —saltó
Alan en un rapto de entusiasmo—. ¿De mí?
—Sí, deseará ser todo para usted.
—Ya lo es, pero eso no le
preocupa.
—Lo hará cuando tome esto. Se
preocupará intensamente, usted será su único interés en la vida.
—¡Maravilloso! —gritó Alan.
—Deseará saber todo lo que haga
—continuó el anciano—. Todo cuanto le ha sucedido durante el día, cada palabra.
Querrá conocer lo que está pensando, por qué sonríe súbitamente, por qué parece
triste.
—¡Eso es amor! —gritó Alan.
—Sí —asintió el anciano—. ¡Con qué
cariño le cuidará! Nunca permitirá que se fatigue, que se siente en una
corriente de aire, que descuide su alimentación. Si se retrasa usted una hora
estará aterrada, pensará que lo han matado o que alguna sirena lo ha atrapado.
—¡Apenas puedo imaginar a Diana de
esa manera! —exclamó Alan, abrumado de alegría.
—No tendrá usted que emplear su
imaginación —aseguró el anciano—. Y, a propósito, ya que siempre existen sirenas,
si por casualidad usted necesitara más tarde una pequeña escapada, no necesita
preocuparse… Ella terminará por perdonarlo. Por supuesto, quedará terriblemente
afectada, pero al final lo perdonará.
—Eso no sucederá —afirmó Alan,
fervientemente.
—Desde luego que no —dijo el anciano—.
No obstante, si sucediera, no necesita preocuparse. Jamás se divorciará de
usted. Y, naturalmente, nunca le dará el mínimo… el más mínimo motivo de disgusto.
—¿Y cuánto vale esa maravillosa
mixtura? —preguntó Alan.
—No es tan cara —informó el anciano—
como el detergente de vidas que le mostré. No, ese vale cinco mil dólares, ni
un centavo menos. Hay que ser más viejo que usted para permitirse ese lujo.
Hace falta ahorrar para ello.
—Pero ¿y la poción de amor?
—imploró Alan.
—¡Oh! —exclamó el anciano abriendo
un cajón de la mesa de cocina para sacar un frasquito, de aspecto más bien
sucio—. Esto vale sólo un dólar.
—No puedo expresarle mi gratitud
—afirmó Alan, observando cómo lo llenaba.
—Me agrada prestar un buen servicio
—explicó el anciano—. Los clientes vuelven más tarde cuando están mejor
situados en la vida y desean cosas más caras. Aquí lo tiene, lo encontrará muy
efectivo.
—Gracias de nuevo —dijo Alan—. Adiós.
—Au Revoir, señor Alan—respondió
el anciano.
(TERROR)
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