
© Edgar Allan Poe
1809-1849 «Estados Unidos»
No espero, no quiero que se dé
crédito a la historia más extraordinaria y, sin embargo, más familiar que voy a
referir. Tratándose de un caso en el que mis sentidos se niegan a aceptar su
propio testimonio, yo habría de estar realmente loco si así lo creyera. No obstante,
no estoy loco, y con toda seguridad, no sueño. Pero mañana puedo morir y quiero
aliviar hoy mi espíritu. Mi inmediato deseo es mostrar al mundo, clara,
sucintamente y sin comentarios, una serie de simples acontecimientos domésticos
que, por sus consecuencias, me han aterrorizado, torturado y anonadado. A pesar
de todo, no trataré de esclarecerlos. A mí casi no me han producido otro sentimiento
que el del horror, pero a muchas personas les parecerán menos horribles que
recargadas. Tal vez más tarde haya una inteligencia que reduzca mi fantasma al
estado del lugar común. Alguna inteligencia más lógica, más serena y mucho
menos excitable que la mía, encontrará tan sólo en las circunstancias que
relato con terror, una serie ordinaria de causas y efectos naturalísimos.
En mi infancia me distinguí
siempre por la docilidad y humanidad de mi carácter. Tan notable era la ternura
de mi corazón que me convertí en objeto de burla de mis compañeros. En especial,
sentía pasión por los animales, y mis padres me permitían poseer toda clase de
favoritos. Pasaba con ellos la mayor parte de mi tiempo, y nunca me sentía tan
feliz como cuando les daba de comer, o los colmaba de caricias. Esta
particularidad de mi carácter aumentó con la edad, y cuando me hice hombre,
constituyó una de mis principales fuentes de goce. Aquellos que han sentido un
verdadero afecto por un perro fiel y sagaz, no precisarán que les explique la
naturaleza o la intensidad de la alegría que se puede obtener del trato con los
animales. En el amor desinteresado de un ser irracional, en su sacrificio,
existe algo que llega directamente al corazón de aquellos que han tenido
frecuentemente la ocasión de poner a prueba la amistad mezquina, y la frágil
fidelidad de ese ser que se llama «hombre».
Me casé joven y tuve la fortuna de
hallar en mi mujer una naturaleza muy afín a la mía. Así que notó mi predilecto
por estos favoritos domésticos, no perdió ocasión de proporcionármelos de la especie
más agradable. Tuvimos pájaros, un pez rojo, un hermoso perro, conejos, un mono
pequeño y un gato.
Este último era un animal muy
grande y hermoso, enteramente negro y de una sagacidad sorprendente. Refiriéndose
a su inteligencia, mi mujer, que era algo supersticiosa, hacía frecuentes
alusiones a la antigua creencia popular que considera a los gatos negros como
brujas disimuladas. No quiere esto decir que tomara dicha afirmación en serio,
pero si lo menciono es debido a que en este instante lo he recordado.
«Plutón», este era el nombre del
gato, era mi preferido, mi camarada. Yo era quien le daba de comer y me seguía
a todas las partes de la casa adonde me dirigiera, e incluso me costaba trabajo
impedirle que me siguiera a la calle.
Nuestra amistad siguió de este
modo durante varios años, en el transcurso de los cuales mi carácter y mi
temperamento, por obra del demonio de la intemperancia, sufrió en su totalidad,
me sonrojo al confesarlo, una alteración radical y malsana.
De día en día me hice más
taciturno e irascible y más hostil a la opinión de los demás. Me permití
emplear con mi mujer un lenguaje brutal, y con el tiempo llegué a pegarle.
Naturalmente, mis favoritos debieron sufrir las consecuencias de mi cambio de
temperamento. No sólo no les hacía ningún caso, sino que incluso los
maltrataba. Sin embargo, por «Plutón» sentía todavía una especie de
consideración que me impedía pegarle, aunque no tenía ningún escrúpulo en
maltratar a los conejos, al mono, e incluso al perro, cuando por azar o por
afecto se me enredaban entre las piernas. Pero mi mal empeoraba
progresivamente, porque, ¿qué mal puede compararse al alcoholismo? Al fin,
incluso «Plutón», que envejecía y por lo tanto se hacía un poco huraño, empezó
a conocer los efectos de mi talante perverso.
Una noche, al regresar a casa
completamente bebido, después de uno de mis recorridos habituales por el
barrio, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo cogí, pero él, espantado
por mi violencia, me produjo en la mano con los dientes una ligera herida. Al
instante se apoderó de mí un furor demoníaco. Perdí el control de mí mismo. Mi
alma original pareció huir de mi cuerpo, y una diabólica perversidad saturada
de ginebra penetró en cada fibra de mi ser. Extraje del bolsillo de mi chaleco
una navaja, la abrí y, asiendo al pobre animal por la garganta,
deliberadamente, le hice saltar un ojo... Me cubro de rubor, me abraso y me
estremezco, escribiendo tamaña atrocidad.
Por la mañana, después de haberse
disipado los vapores del alcohol y haber recuperado la razón, experimenté un
sentimiento de horror y de remordimiento por el crimen del que me había hecho
culpable. Sin embargo, se trató a lo sumo de un sentimiento débil y equívoco,
que no llegó al alma. Caí de nuevo en mis excesos y pronto ahogué en el vino el
recuerdo de mi acción.
Mientras tanto, el gato se curaba
lentamente. La órbita del ojo perdido crecía, en verdad, un aspecto repulsivo,
pero el animal parecía no darse cuenta de ello. Iba y venía por la casa según
su costumbre, pero como era de esperar, huía presa de terror cuando yo me
acercaba. Me quedaba aún lo bastante de mi antiguo corazón para sentir cierta
pena por la evidente antipatía del animal que antaño tanto me había amado. Pero
pronto la irritación sustituyó a este sentimiento, y brotó en mí como signo de
mi caída final e irrevocable, el espíritu de la perversidad. La filosofía
apenas concede importancia alguna a este sentimiento. Sin embargo, tan seguro
como que existe mi alma, creo que la perversidad es uno de los primitivos
impulsos del corazón humano, una de sus facultades primeras e indivisibles, uno
de aquellos sentimientos que crean el carácter de un hombre. ¿Quién no se ha
sorprendido a sí mismo cien veces cometiendo una acción estúpida o vil, por la
única razón de que sabe que «no debe» cometerla? ¿Acaso no existe en nosotros
una eterna inclinación, a despecho de la excelencia de nuestro juicio, a violar
«la ley» simplemente porque reconocemos que es la «ley»? Como digo, este
espíritu de perversidad fue la causa de mi pérdida final. El vivo e insondable
deseo del alma «de torturarse a sí misma», de violentar su propia naturaleza,
fue lo que me impulsó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había
infligido al inofensivo animal. Una mañana, a sangre fría, ceñí un nudo
corredizo alrededor de su cuello y lo ahorqué de la rama de un árbol. Lo hice
con los ojos henchidos de lágrimas y con los remordimientos más amargos. Le
ahorqué «porque» sabía que me había amado, y «porque» reconocía que no me había
dado motivo alguno de rencor. Obré de aquel modo, «porque» sabía que cometía un
pecado, un pecado mortal que pondría a mi alma eterna en peligro, lejos incluso
de la Misericordia infinita del muy terrible y misericordioso Dios.
La noche que siguió al día en que
cometí aquella acción tan cruel, me despertó del sueño el grito de «¡Fuego!».
Las cortinas de mi lecho ardían. Toda la casa estaba envuelta en llamas, y mi
mujer, una criada y yo pudimos escapar a duras penas del incendio. La
destrucción fue completa, perdí toda mi fortuna y desde entonces me abandoné en
brazos de la desesperación.
No intento establecer ninguna
relación de causa y efecto entre este desastre y mi atrocidad. Me hallo muy por
encima de una debilidad de espíritu semejante; me limito a enumerar una serie
de hechos que forman como una cadena, de la que no quiero desdeñar ningún
eslabón. Al día siguiente del incendio visité las ruinas. Todos los muros, a
excepción de uno, se habían hundido. Esta sola excepción la constituía un
delgado tabique interior, situado casi en la mitad de la casa, y contra el que
se había apoyado la cabecera de mi cama. Allí la estructura había resistido en
gran parte a la acción del fuego, hecho que atribuí a que había sido reparada
recientemente. Alrededor de aquel muro había una gran multitud congregada, la
cual, en medio de palabras tales como «extraño» y «singular», lo examinaban
atentamente. Esto excitó mi curiosidad, y acercándome, vi esculpido a modo de
bajorrelieve, sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco «gato». La
imagen estaba representada con una fidelidad verdaderamente extraordinaria.
Alrededor del cuello del animal se veía una cuerda.
Apenas hube vislumbrado esta aparición,
de otro modo no podía considerarla, mi asombro y mi terror fueron
extraordinarios. Por fin acudió la reflexión en mi ayuda. Recordaba que había
ahorcado al gato en un jardín vecino a la casa. A los gritos de alarma del
fuego, el jardín debió resultar invadido por la muchedumbre y alguien lo habría
descolgado y arrojado a mi habitación a través de la ventana abierta. Sin duda
lo hicieron con la intención de despertarme. El derrumbamiento de las restantes
paredes había comprimido a la víctima de mi crueldad contra el yeso fresco, y
la cal del muro combinada con las llamas y el amoníaco del cadáver habían colaborado
en producir la imagen tal y como yo la veía.
Aunque de este modo quedó satisfecha
mi razón, pero no mi conciencia, el hecho sorprendente que acabo de relatar
dejó, sin embargo, una huella profunda en mi imaginación. Durante muchos meses
me persiguió el fantasma del gato, y durante este período hizo aparición en mi
alma una especie de sentimiento que se parecía, aunque no lo era, a los remordimientos.
Llegué hasta el extremo de lamentar la pérdida del animal, y a buscar entorno
mío, en los miserables tugurios que a la sazón frecuentaba, otro favorito de la
misma especie, y de figura parecida, con el que poder remplazar al ausente.
Una noche, hallándome medio aturdido
en un bodegón más que infame, repentinamente atrajo mi atención un objeto negro
que yacía en lo alto de uno de los enormes barriles de ginebra o de ron que
componían el principal mobiliario del lugar. Hacía ya algunos minutos que
contemplaba fijamente la parte superior de aquel tonel y me sorprendió no haber
advertido antes el objeto colocado encima. Me acerqué y lo toqué con la mano.
Era un gato negro, muy grande, tan corpulento como «Plutón», y parecidísimo a
éste en todo, excepto en un detalle: «Plutón, no tenía en todo su cuerpo un
solo pelo blanco, y aquél ostentaba una señal ancha y blanca, aunque de forma
indefinida, que le cubría casi toda la región del pecho.
Apenas hube posado la mano sobre él,
cuando se levantó inmediatamente, runruneó con fuerza y se restregó contra mi
mano, al parecer encantado de mi atención. Era, pues, el animal que buscaba.
Inmediatamente me dirigí al propietario y le ofrecí comprárselo, pero éste no
demostró ningún interés por el animal, no lo conocía y jamás lo había visto con
anterioridad.
Continué acariciándolo, y cuando
me dispuse a volver a mi casa, el animal se mostró dispuesto a seguirme. Se lo
permití, deteniéndome de vez en cuando para acariciarle. Cuando llegó a mi casa
se encontró en ella como si fuera la suya propia, y pronto se convirtió en un
gran amigo de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer
en mí una gran antipatía hacia él; era precisamente lo contrario de lo que me
había prometido. No puedo decir cómo ni por qué, su evidente ternura hacia mí
me desagradaba, y casi me enojaba. Paulatinamente, estos sentimientos de
disgusto y fastidio se agravaron hasta convertirse en amargura y odio. Me
esforzaba en evitar al gato. Una cierta vergüenza y el recuerdo de mi primer
acto de crueldad me impedían maltratarle. Durante algunas semanas me abstuve de
pegarle, o de maltratarle con violencia o de alguna otra forma; pero gradual e
insensiblemente, llegué a sentir por él un verdadero horror y a eludir en
silencio su presencia, como si huyera de la peste.
Lo que sin duda aumentó mi odio
hacia él fue el descubrimiento que llevé a cabo a la mañana del día siguiente de
haberlo llevado a mi casa. Como «Plutón», también él había sido privado de un
ojo. Sin embargo, esta circunstancia contribuyó a hacerlo más grato a mi mujer,
que, como ya dije, poseía en alto grado la ternura de sentimientos que fueron
en otro tiempo mi rasgo característico, y el manantial frecuente de mis goces
más sencillos y puros.
Sin embargo, cuanto más odiaba al
gato, más afecto parecía éste profesarme. Seguía mis pasos con una tenacidad
difícil de hacer comprender al lector. Cada vez que me sentaba, se echaba bajo
mi silla, o bien me salaba encima de las rodillas, cubriéndome con sus odiosas
caricias. Si me levantaba para andar, se metía entre mis piernas, hasta casi
hacerme caer, o bien hundiendo sus largas uñas en mis ropas, trepaba por ellas
hasta alcanzar mi pecho. En aquellos instantes, aunque sentía la tentación de
matarlo de un golpe, me contenía, en parte por el recuerdo de mi primer crimen,
pero especialmente porque, me apresuro a confesarlo, me inspiraba un verdadero
terror.
Este terror no era precisamente el
de un mal físico y sin embargo, sería muy difícil definirlo de otro modo. Casi
me avergüenza confesar (incluso desde la celda de malhechor donde escribo estas
páginas), que el terror y el horror que me inspiraba el animal se había
acrecentado a causa de una de las fantasías más perfectas que se puedan
imaginar. Mi mujer había llamado mi atención más de una vez acerca de la mancha
blanca, que ya he mencionado, y que constituía la única diferencia perceptible
entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta
marca, aunque grande, tuvo en principio una forma indefinida. Pero gradual y
lentamente, a través de fases imperceptibles que mi razón se negó a considerar
durante mucho tiempo como reales, había concluido adquiriendo una forma
determinada y precisa. Era la imagen de un objeto que me estremece el
nombrarlo, y la causa principal que me hacía mirarle como a un monstruo de
horror y repugnancia, y que me hubiera impulsado a librarme de él «si me
hubiera atrevido». Era la imagen de una cosa abominable y siniestra, la imagen
de «¡la horca!». ¡Oh, máquina lúgubre y terrible! ¡Máquina de horror y de
crimen, de agonía y de muerte!
Por entonces yo era un ser
miserable, más allá de toda miseria humana. «Una bestia bruta», cuyo hermano
fue aniquilado por mí con desprecio, una «bestia bruta» engendrada por mí, por
mí, hombre creado a imagen y semejanza de Dios, ¡tan grande e intolerable
infortunio! ¡Ay! Mis días y mis noches transcurrían sin reposo alguno. De día,
el espantoso animal no me abandonaba un momento, y de noche a cada instante me
despertaba sobresaltado, después de unos sueños de indecible angustia para
sentir el aliento tibio de la «cosa, sobre mi rostro, y su peso inmenso, encarnación
de una pesadilla que no podía separar de mí, y que parecía eternamente posada
sobre mi «corazón».
Bajo la presión de semejantes
tormentos, lo poco de bueno que quedaba en mí sucumbió. No albergaba más que
pensamientos malvados, los más sombríos y más culpables de todos. La tristeza
de mi humor habitual se acrecentó hasta llegar a aborrecer todas las cosas y
toda la humanidad, mientras que las repentinas, frecuentes e indomables
explosiones de furor en las que me sumía hasta la ceguera, convertían a mi
pobre mujer, que no se quejaba jamás, en mi paño de lágrimas habitual, y en la
más paciente de mis víctimas.
Un día, debido a determinado
quehacer doméstico, me acompañó al sótano del viejo edificio en que a causa de
nuestra pobreza nos veíamos obligados a vivir. El gato que me siguió por los
peldaños de la escalera me hizo tropezar de cabeza y, exasperado hasta la
locura, me apoderé de un hacha y, olvidando, preso de rabia, el temor pueril
que hasta entonces me había detenido, dirigí un golpe al animal que hubiera
resultado mortal si le hubiera alcanzado como era mi intención. Pero la mano de
mi mujer detuvo el golpe. Ante esta intervención, me sentí invadido por una
furia demoníaca y desasiendo mi brazo de su presión, le hundí el hacha en el
cráneo. Cayó muerta sin exhalar un gemido.
Realizado el horrible crimen,
procuré inmediata y deliberadamente esconder el cadáver. Sabía que ni de día ni
de noche podía arriesgarme a sacarlo de la casa sin que los vecinos se dieran
cuenta. Multitud de proyectos pasaron por mi mente. Pensé por un instante
cortar el cadáver en peñazos y hacerlos desaparecer por medio del fuego. Más
tarde decidí cavar una fosa en el suelo del sótano; luego pensé en arrojarlo al
pozo del jardín; cambié de idea y decidí embalarlo en un cajón y enviarlo como
un paquete de mercancías, en la forma usual en estos casos, y encargar a un
mandadero que lo sacara de la casa. Finalmente, tomé la decisión que consideré
más conveniente y preferible a todas las soluciones anteriores: emparedarlo en
el sótano como se dice que hacían en la Edad Media los monjes con sus víctimas.
El sótano parecía estar construido
a propósito para este objeto. Los muros eran de construcción poco sólida, y hacía
muy poco que habían sido cubiertos en toda su extensión por una capa de yeso
que la humedad no había dejado endurecer. Por otra parte, en uno de los muros
había un saliente producido por una falsa chimenea, o especie de hogar, que más
tarde taparon para que armonizase con el resto de la bodega. No dudé que me resultaría
fácil sacar los ladrillos de aquel lugar, introducir el cuerpo y tapiarlo de la
misma forma, de modo que nadie pudiera sospechar nada.
Mis cálculos resultaron exactos.
Con la ayuda de una barra de hierro afilada en uno de sus extremos, desmonté
los ladrillos sin dificultad, y habiendo introducido el cuerpo en el hueco, lo
sostuve con toda facilidad hasta que hube dado a la pared su aspecto primitivo.
Con todas las precauciones imaginables me procuré argamasa y arena y extendí
una capa cubriendo la nueva obra de modo que no se diferenciara en nada de la
antigua. Terminada la obra, comprobé satisfecho que había quedado perfecta. La
pared no presentaba la más leve señal de arreglo. Recogí con el mayor cuidado
los escombros que habían quedado en el suelo y mirando a mi alrededor con
expresión triunfal, me dije: «Por lo menos, mi trabajo aquí no ha sido
infructuoso».
A continuación emprendí la
búsqueda del animal que había sido la causa de tanta desgracia, ya que había
tomado la firme resolución de matarlo. Si en aquellos instantes hubiera podido
hallarlo, su suerte hubiera sido inevitable. Pero parecía que el astuto animal
se había alarmado por mi reciente cólera y procuraba evitar mi mal humor. Me
resulta imposible describir la profunda y apacible sensación que la ausencia de
aquella detestable criatura hizo nacer en mi corazón. En toda la noche no se
presentó y, por primera vez, desde que lo llevé a casa, dormí profunda y
tranquilamente. ¡Sí, «dormí», cualquiera que fuese el peso del crimen que
llevaba en la conciencia!
Transcurrió el segundo y tercer
día sin que mi verdugo apareciera. Una vez más, respiré como un hombre libre.
¡El monstruo, aterrorizado, había abandonado mi casa para no volver jamás! ¡No
volvería a verle de nuevo! Me hallaba en el colmo de la felicidad. Mi acción
criminal y tenebrosa apenas me inquietaba. Inició una especie de sumario que no
profundizó demasiado en las averiguaciones, y también se dispuso un
reconocimiento, pero naturalmente no se descubrió nada. Di por asegurada mi
felicidad futura.
Al cuarto día después del
asesinato, inopinadamente, unos agentes de policía entraron en mi casa, y
procedieron de nuevo a una minuciosa investigación del local. Sin embargo,
confiando en la impenetrabilidad de mi escondite, no experimenté la más leve
inquietud. Los representantes de la ley me rogaron que les acompañara en su
búsqueda, y no dejaron ni un rincón por explorar. Al fin, por tercera o cuarta
vez, descendieron de nuevo al sótano. Ni un músculo de mi rostro se alteró, y
mi corazón latía con tanta calma como el de un hombre enteramente inocente.
Recorrí el sótano de punta a punta, crucé los brazos sobre el pecho y empecé a
pasearme por él con paso tranquilo. Plenamente satisfechos, los policías se
dispusieron a abandonar la casa. El júbilo de mi corazón fue tan intenso que no
pude reprimirlo. Sentía la necesidad de decir una palabra, sólo una palabra a
modo de triunfo, y crear de este modo la doble convicción de mi inocencia.
—Señores —dije cuando los agentes
subían la escalera—, es para mí una gran satisfacción que se hayan desvanecido
sus sospechas. Les deseo a todos ustedes una buena salud y un poco más de
cortesía. Dicho sea de paso, señores, tienen ante ustedes una casa muy bien
construida.
En mi furioso deseo por demostrar
mi tranquilidad, apenas sabía lo que decía. Añadí:
—Puedo asegurar que se trata de
una casa «admirablemente, construida. Estos muros..., ¿se van ya, señores?,
estos muros están sólidamente edificados.
Y entonces, con frenética
fanfarronada y con un bastón que llevaba en la mano, golpeé con fuerza sobre el
tabique tras el cual yacía la esposa de mi corazón.
— ¡Ah! ¡Que Dios me proteja y me
libre de las garras del ArchiDemonio! Apenas se había extinguido el eco de mis
golpes, cuando desde el fondo de la tumba me respondió una voz. Una queja
velada y entrecortada como el sollozo de un niño, que en seguida aumentó de
volumen, convirtiéndose en un grito prolongado, sonoro y continuo,
absolutamente anormal e inhumano. Un alarido, un aullido, donde el horror se
mezclaba con el triunfo, un grito como sólo puede oírse en el infierno, una
mezcla indescriptible, brotando a la vez de las gargantas de los condenados a
las torturas eternas y de las de los diablos gozando en su condenación.
Sería locura expresar mis
sentimientos. Desfallecido, me apoyé en la pared opuesta. Durante un instante,
los agentes que ya se encontraban en los peldaños de la escalera quedaron
inmóviles, petrificados de horror. Un momento más tarde, una docena de brazos
robustos atacaron la pared, que se derrumbó de una pieza. El cuerpo, ya en
descomposición y cubierto de coágulos de sangre, apareció rígido a los ojos de
los circunstantes. Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y su único
ojo llameante, se hallaba acurrucada la odiosa bestia cuya astucia me había
empujado al asesinato, y cuya voz reveladora me entregaba al verdugo. ¡Había
emparedado al monstruo en la tumba!
(TERROR)
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