
© Julio Verne
(Jules Gabriel Verne)
1828-1905 «Francia»
I
¡Frritt!… Es el viento que se
desencadena.
¡Flacc!… Es la lluvia que cae a
torrentes.
Esta ráfaga mugiente, curva los
árboles de la costa volsiniana y va a estrellarse contra los flancos de la
montaña de Crimma. A todo lo largo del litoral, las altas rocas son roídas
incesantemente por las olas de ese vasto mar de Mégalocride.
¡Frritt!… ¡Flacc!…
En el fondo del puerto se oculta
el pequeño pueblo Luktrop. Un centenar de casas, con miradores verdes que las
defienden mal que bien de los constantes vientos costeros. Cuatro o cinco
calles empinadas en total, más bien barrancas que calles, empedradas con
guijarros, sucias de ceniza y escorias que arrojan los conos eruptivos que se
destacan al fondo de la bahía. El volcán no está muy lejos —el Vanglor—.
Durante el día, las erupciones interiores emanan vapores sulfurosos. Por la
noche, minuto a minuto vomita gruesas llamas. Como un faro, desde una distancia
de ciento cincuenta kerses, el Vanglor señala el puerto de Luktrop a los barcos
de cabotaje, a las balandras, barcazas y remolcadores, cuya rada aserran las
aguas del Mégalocride.
Del otro lado del pueblo aparecen
como fuera de lugar algunas ruinas de la época crimeriana. Más allá, un arrabal
de aspecto árabe, una casbah de muros blancos, techos redondos y terrazas
devoradas por el sol. Un montón de cubos de piedra, arrojados al azar.
Verdadero grupo de dados para jugar, cuyos puntos parecieran haber sido
borrados por la pátina del tiempo.
Entre otras curiosidades se
destaca el Seis-Cuatro, nombre dado a una extravagante construcción con una
techumbre cuadrada y diez aberturas como ventanas; seis en una cara, cuatro en
la otra.
Un campanario domina el villorrio,
el campanario cuadrado de Santa Filfilena, con campanas suspendidas en el
espesor de los muros y que el huracán hace sonar en cualquier momento; mal
signo entonces. Cuando esto sucede todos los habitantes tienen miedo.
Así es Luktrop. Después, cabañas,
chozas miserables en medio de los campos invadidos de retamas y brezos, aquí y
allá como en Bretaña. Pero no estamos en Bretaña. ¿Entonces en Francia? No sé.
¿En Europa? Lo ignoro.
Además, un consejo: no busquen
Luktrop en el mapa, tampoco en el atlas de Stieler.
II
¡Froc! Un golpe discreto resuena
en la puerta estrecha del Seis-Cuatro, situada en el ángulo izquierdo de la
calle Messagliere. Es una de las casas más confortables, si esta palabra o
expresión puede usarse refiriéndose a Luktrop —una de las más ricas, si ganar
de un año a otro unos millares de fretzers significa riqueza—.
Al froc… respondieron con unos
ladridos salvajes, en los que había algo del aullido típico de los lobos.
Después una ventana de guillotina se abre cerca de la puerta del Seis-Cuatro.
—¡Al diablo con esta gente! —dice
una voz malhumorada y perversa.
Una muchacha, tiritando bajo la
lluvia, envuelta en una capa ordinaria, pregunta si el doctor Trifulgas se
encuentra en la casa.
—Está y no está, según para qué.
—Yo vengo a buscarlo porque mi
padre está muriendo.
—¿Dónde se muere?
—Por el valle Karniou, a cuatro
kertses de aquí.
—¿Cómo se llama?
—Vort Kartif.
III
Hombre duro, este doctor
Trifulgas, poco compasivo. No cura si no es a cambio de especies y por
adelantado. Su viejo perro Hurzof, mestizo de dogo y faldero, quizá tenga más
corazón que él. La casa del Seis-Cuatro inhóspita y hostil para los pobres, se
abría solamente para los ricos. Además, corrían las tarifas: tanto por una
tifoidea, tanto por una congestión, tanto por una pericarditis y demás
enfermedades que los médicos inventan por docenas. El panadero Vort Kartif era
un hombre pobre, de una familia miserable. ¡Cómo se atrevían a molestar en una
noche como ésta al doctor Trifulgas!
—Sólo por haberme hecho levantar
tendrían que pagarme ya diez fretzers —murmuró mientras volvía a la cama—.
Habían transcurrido veinte
minutos, cuando el llamador de hierro volvió a golpear la puerta del
Seis-Cuatro.
El doctor abandonó la cama
nuevamente y asomado a la ventana, gruñó:
—¿Quién es?
—Yo, la mujer de Vort Kartif.
—¿El panadero del valle Karniou?
—¡Sí, señor y si usted se niega a
venir, morirá!
—¡Y bueno! ¡Quedará viuda! No será
la primera, ni la última.
—Traigo veinte fretzers.
—¡Veinte fretzers por ir hasta el
valle Karniou, a cuatro kertses de aquí!
—¡Por caridad, doctor!
—¡Váyase al diablo!
La ventana volvió a cerrarse.
—¡Veinte fretzers! ¡Qué
atrevimiento! ¡Arriesgarme a un catarro o a un reuma por veinte fretzers, sobre
todo cuando mañana debo ir a Kiltreno, a casa del millonario Edzingov, cuya
gota me reporta cincuenta fretzers por visita!
Con esta agradable perspectiva,
Trifulgas volvió a la cama y se durmió más profundamente que antes.
IV
¡Frritt!… ¡Flacc!… y luego, ¡froc!
¡froc! ¡froc!
A las ráfagas se han unido esta
vez tres aldabonazos administrados sin duda por una mano muy decidida.
El médico dormía. Finalmente se
despertó… ¡y de qué humor! Cuando abrió la ventana el huracán entró como una
ráfaga de metralla.
—¡Es por el panadero!
—¡Todavía insisten por ese
miserable!
—¡Soy su madre!
—¡Que la madre, la mujer y la hija
revienten con él!
—¡Ha tenido un ataque!
—¡Pues que se defienda!
—Hemos conseguido algún dinero
—replicó la anciana— un adelanto sobre la casa vendida a Dontrup, de la calle
Messangliere. ¡Si usted no viene, mi nieta no tendrá padre, mi hija no tendrá
marido y yo perderé a mi hijo!
Era conmovedor y terrible oír la
voz de aquella mujer en la tormenta, mientras el viento helaba la sangre en sus
venas y la lluvia calaba hasta sus huesos por la carne apergaminada.
—¡Un ataque cuesta doscientos
fretzers! —respondió el perverso Trifulgas.
—¡Tenemos sólo ciento veinte!
—¡Buenas noches!
La ventana se cerró nuevamente.
—…Pero, pensándolo mejor, ciento
veinte fretzers por una hora y media de caminata, más media hora de la visita,
hacen un promedio de sesenta fretzers por hora, un fretzer por minuto. Escasa
ganancia… pero no es desdeñable.
Esta vez no volvió a la cama. Se
enfundó en su traje de lana, luego se metió en sus grandes botas
impermeabilizadas, se cubrió con su capa forrada y con el gorro de piel en la
cabeza y los guantes en las manos, dejó encendida la lámpara cerca del Codex
abierto en la página 197 y empujando la puerta del Seis-Cuatro, se detuvo bajo
el dintel.
La anciana esperaba, apoyada sobre
su bastón, descarnada por sus ochenta años de miseria.
—¿Los ciento veinte fretzers?
—Aquí están… ¡y que Dios se los
devuelva centuplicados!
—¡Dios! ¡El dinero de Dios! ¿Es
que alguien sabe qué color tienen esos billetes?
El doctor llamó a su perro Hurzof
con un silbido y poniéndole la linterna en la boca, tomó el camino del mar.
La vieja lo seguía.
V
¡Qué tiempo de Frritts y de
Flaccs! Las campanas de Santa Filfilena, empezaron a sonar impulsadas por la
borrasca.
Mala señal. ¡Bah! El doctor Trifulgas
no es supersticioso. No cree en nada, ni aun en su profesión, excepto en lo que
le reditúa. ¡Qué tiempo!, ¡y qué camino! Guijarros, basura y más guijarros;
desechos arrojados por el mar a la playa, basura que parece crepitar como los
terrones de carbón en los hornos.
No hay otra luz que la vacilante y
débil de la linterna que lleva Hurzof. A veces, las llamaradas eruptivas del
volcán Vanglor, entre las cuales parecen retorcerse extravagantes demonios.
¿Qué habrá en esos cráteres insondables? Tal vez las almas de mundos
subterráneos que se volatilizan al salir.
El doctor y la vieja bordean las
pequeñas bahías del litoral. El mar está como de un pálido de duelo, y chispea
al atacar la línea fosforescente de la resaca, que pareciera largar gusanos de
luz al extenderse sobre la arena de la playa.
Suben ambos hasta el recodo del
camino, entre los médanos, cuyos juncos y cañas se entrechocan con un ruido de
bayonetas.
El perro que se había acercado a
su amo, parece decirle:
—¡Vamos! ¡Ciento veinte fretzers
para encerrarlos en la caja fuerte! ¡Así se hace fortuna! ¡Una fanega más para
agregar al cerco de la viña! ¡Un plato más de comida para la cena! ¡Una
albóndiga más para el fiel Hurzof! Cuidemos a los enfermos ricos. Cuidémoslos…
¡por su cartera!
La vieja detuvo su marcha. Con un
dedo tembloroso mostraba en la noche sombría, una luz rojiza. Era la casa de
Vort Kartif, el panadero.
—¿Allí? —preguntó el médico.
—Sí —contestó la anciana.
—¡Harraouauu! —ladró el perro.
De repente, el Vanglor truena
furioso, conmovido hasta los contrafuertes milenarios de su base. Un haz de
llamas sube hasta el cielo agujereando las nubes.
El doctor Trifulgas rueda por el
suelo.
Jura como un verdadero cristiano,
se incorpora y mira…
La vieja ya no está detrás suyo.
—¿Desapareció quizás en una de las
grietas abiertas en la tierra o voló a través de las brumas espantosas del
volcán?
El perro está allí parado sobre
sus patas traseras, la boca abierta, la linterna apagada.
—¡Adelante! —murmura Trifulgas.
Ya tiene en su bolsillo los ciento
veinte fretzers y como hombre honrado que es tiene que ganarlos.
VI
Sólo un punto luminoso a medio
kertse de distancia.
Es la lámpara del moribundo, del
muerto quizá.
Esa es sin duda la casa del
enfermo. La vieja la había señalado con su dedo. No hay error posible.
En medio de los Frritts
sibilantes, de los crepitantes Flaccs, el ruido ensordecedor de la tormenta, el
médico marcha con pasos presurosos.
A medida que avanza, la casa se
dibuja más claramente, aislada en medio del páramo.
Es sorprendente cuánto se parece a
la casa del doctor, con el Seis-Cuatro de Luktrop. Las ventanas igualmente
dispuestas, en la fachada, la misma puerta estrecha.
El doctor se apresura tanto como
se lo permite el viento. La puerta está entreabierta; no hay más que empujarla.
La empuja, entra y el viento la cierra tras él, brutalmente.
El perro, afuera, aúlla… se calla
a intervalos como los monjes entre los versículos de un Salmo de las Cuarenta
Horas.
¡Qué extraño! Se diría que el
médico ha regresado a su casa. Sin embargo, no se ha extraviado. No ha dado un
rodeo que lo haya devuelto al punto de partida. Está sin duda en el valle
Karniou y no en Luktrop. Pero… el mismo corredor, bajo y abovedado, la misma
escalera caracol, de madera gastada por el frotamiento de las manos.
Sube, llega al descanso. Por
debajo de la puerta se filtra una débil luz, como en el Seis-Cuatro.
¿Es una alucinación? En la luz
vagorosa reconoce su habitación, el sillón amarillo, a la derecha el baúl de
vieja madera de peral, a la izquierda el arca forrada para guardar este último
ingreso de ciento veinte fretzers. Aquí su sillón con orejeras de cuero, allí
su mesa de patas retorcidas y encima junto a la lámpara que ya se extingue, el
Codex abierto en la página 197.
—¿Qué me pasa? —murmura.
¿Qué tiene?… ¡Miedo! La pupila
dilatada, el cuerpo contraído. Un sudor frío hiela su piel, sobre la cual
corren prolongados escalofríos.
¡Rápido! ¡Falta aceite en la lámpara,
la luz se extingue, el moribundo también!
Sí, allí está la cama; su lecho
con columnas, con sus cortinados de grandes ramajes y el techo con estandarte a
lo ancho y largo. ¿Es posible que esta cama lujosa sea la de un miserable
panadero? Con mano temblorosa el doctor Trifulgas corre las ricas cortinas y
mira…
El moribundo con la cabeza fuera
de las sábanas está inmóvil, casi ya por dar su último suspiro.
El doctor se inclina sobre él.
¡Ah! ¡Qué grito se escapa de su
garganta… al cual responde como un eco lúgubre desde afuera el siniestro
aullido de su perro!
El moribundo no es el panadero
Vort Kartif… ¡Es el mismo doctor Trifulgas! Es él mismo, atacado de congestión:
¡él mismo! ¡Una apoplejía cerebral, por acumulación de sustancias grasas en las
cavidades cerebrales, con una hemiplejía en el lado opuesto al de la lesión!
¡Sí! ¡Es él para quien han venido
a buscarle, por quien han pagado ciento veinte fretzers! Él, que por dureza de
corazón se negaba a atender al pobre panadero. ¡Él, el mismo que va a morir!
El doctor Trifulgas está como
loco. Se siente perdido. Los síntomas se aceleran, las funciones de relación ya
no existen en él, el corazón va a detenerse y también la respiración… ¡Y a
pesar de todo, aún no ha perdido el conocimiento!
¿Qué hacer? ¿Disminuir la masa de
sangre del torrente circulatorio con una sangría? Es hombre muerto si vacila.
En aquel tiempo aún se practicaban las sangrías para salvar a aquellos seres
atacados de apoplejía. El médico toma su bolso, saca el bisturí y pincha la
vena del brazo de su sosías moribundo: la sangre no sale. Fricciona
enérgicamente su pecho: en el suyo ya no hay movimiento. Le calienta los pies
con ladrillos candentes, los suyos se hielan. Entonces su sosías se incorpora,
se agita, lanza un estertor. El doctor Trifulgas, a pesar de todo cuanto pudo
inspirarle la ciencia, se muere entre sus propias manos.
¡Frritt!… ¡Flacc!…
VII
A la mañana siguiente se encontró
sólo un cadáver en la casa del Seis-Cuatro: el del doctor Trifulgas. Lo metieron
en el féretro y fue conducido con gran pompa hasta el cementerio de Luktrop,
junto a tantos otros a quienes él había enviado allí según sus fórmulas.
En cuanto al perro, se dice que
desde ese día corre por el páramo con su linterna encendida aullando como perro
abandonado.
(TERROR)
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