
Un día estaré muerta, blanca como la nieve,
Dulce como los sueños en la tarde que llueve.
Quieta como el olvido, triste como la hiedra.
El sueño bien amado donde acaba el camino.
Que ni tus besos puedan avivar el letargo.
Entre el largo desierto y la mar que la baña.
Con pájaros que callan, con tréboles agrestes.
Entrará por las puertas con su aliento fragante.
-¡La primavera rosa!- dos rosas amarillas…
Encarnadas y blancas en las manos sedosas.
La primavera misma que me ayudó a lograrte.
Como ciudad en ruinas, milenaria y desierta!
Amarillos y quietos bajo el rayo de luna!
Cuán amarga es la vida! ¡Y la muerte qué recta!
Como el pájaro errante lo acogen en el nido…
La luz azul celeste de la última hora.
Me pondrá en las pupilas la dulzura de un velo.
Con su velo impalpable como un velo de boda.
La vida es una cueva, la muerte es el espacio.
Como en la playa de oro se deshace la espuma.
En que la sangre mía ya no corre ni arde.
Tu boca bienamada dulcemente me llama.
Se pierden en mi alma temblorosos y secos.
Y pone sus tristezas en tu lágrima amarga.
Se adormecen las flores, se detienen las naves.
Dulcemente a la tierra, dulcemente y sin ruido.
Y en mi lecho se esconde, susurra, gime y ruega.
Y me apaga los ojos, y me apaga la boca.
Mis manos cuyos dedos lentamente se afilan…
«1892-1938»
(SUIZA-ARGENTINA)
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