
A medianoche, a punto de terminar
agosto, pienso con tristeza en las hojas que caen de los calendarios
incesantemente. Me siento el árbol de los calendarios.
Cada día, hijo mío, que se va para
siempre, me deja preguntándome: si es huérfano el que pierde un padre, si es
viudo el que ha perdido la esposa, ¿cómo se llama el que pierde un hijo?,
¿cómo, el que pierde el tiempo? Y si yo mismo soy el tiempo, ¿cómo he de
llamarme, si me pierdo a mí mismo?
El día y la noche, no el lunes ni
el martes, ni agosto ni septiembre; el día y la noche son la única medida de
nuestra duración. Existir es durar, abrir los ojos y cerrarlos.
A estas horas, todas las noches,
para siempre, yo soy el que ha perdido el día. (Aunque sienta que, igual que
sube la fruta por las ramas del durazno, está subiendo, en el corazón de estas
horas, el amanecer.)
«1926-1999»
(MÉXICO)
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