
© W. W. Jacobs
(William Wymark Jacobs)
1863-1943 «Reino Unido»
Afuera la noche estaba fría y
húmeda, pero en la salita de Laburnum Villa las persianas estaban cerradas y el
fuego ardía con intensidad. Padre e hijo jugaban al ajedrez; el primero, quien
poseía sobre el juego ideas que implicaban cambios radicales, colocaba su rey
en peligros tan intensos e innecesarios, que inclusive provocaban comentarios
de la anciana canosa que tejía con placidez junto al fuego.
—Escucha el viento —dijo el señor
White, quien al ver un error fatal cuando ya era demasiado tarde, experimentó
el afable deseo de impedir que su hijo lo viese a su vez.
—Lo escucho —dijo éste, examinando
con expresión hosca el tablero, mientras extendía la mano—. Jaque.
—No creo que venga esta noche
—dijo su padre, con la mano sobre el tablero.
—Mate —replicó su hijo.
—Esto es lo peor de vivir tan
lejos —bramó el señor White, con repentina e inesperada violencia—. Este es el
peor de todos los malditos, fangosos lugares perdidos de la mano de Dios. El
sendero es un pantano, y el camino un torrente. No sé en qué piensa la gente.
Supongo que, porque sólo se alquilan dos casas en el camino, les parece que no
tiene importancia.
—No te enfades, querido —dijo su
esposa, apaciguadora—. Tal vez ganes la próxima.
El señor White levantó la mirada
con rapidez, a tiempo para interceptar un intercambio de expresiones de
complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios, y ocultó
una sonrisa de culpabilidad detrás de la rala barba gris.
—Ahí está —dijo Herbert White,
cuando el portón golpeó con fuerza y se escucharon pesados pasos que se
acercaban a la casa.
El anciano se puso de pie con
hospitalaria prisa, abrió la puerta y se lo escuchó conversar con el recién
llegado. Este se quejaba, de modo que la señora White hizo chasquear la lengua
y lanzó una tosecita cuando su esposo entró en la habitación, seguido por un
hombre alto, corpulento, de ojillos como cuentas y rostro rubicundo.
—El sargento mayor Morris —dijo,
presentándolo.
El sargento mayor estrechó manos,
ocupó el asiento que se le ofrecía junto al fuego, y miró satisfecho, mientras
su anfitrión sacaba whisky y vasos, y ponía un calderillo de cobre al fuego.
Al tercer vaso, los ojos se le
pusieron más brillantes, y rompió a hablar, y el pequeño círculo familiar
contempló con ávido interés a ese visitante de lugares lejanos, que cuadraba
los anchos hombros en el sillón y hablaba de salvajes escenarios y esforzadas
hazañas; de guerras y pestes, y de pueblos desconocidos.
—Veintiún años —dijo el señor
White, asintiendo en dirección de su esposa e hijo—. Cuando se fue era un
jovencito que trabajaba en el depósito. Y mírenlo ahora.
—No parece que le haya hecho mucho
mal —respondió la señora White con cortesía.
—A mí también me gustaría ir a la
India —declaró el anciano—, nada más que para echar una mirada en torno, saben.
—Está mejor aquí —dijo el sargento
mayor, meneando la cabeza. Dejó el vaso vacío, suspiró con suavidad, y volvió a
sacudir la cabeza.
—Me gustaría ver esos antiguos
templos, y los fakires y los prestidigitadores —dijo el anciano—. ¿Qué fue lo
que empezó a decirme el otro día, sobre una pata de mono, o algo por el estilo
Morris?
—Nada —respondió el soldado, de
prisa—. Por lo menos, nada que valga la pena escucharse.
—¿Una pata de mono? —repitió con
curiosidad la señora White.
—Bueno, es nada más que un poco de
lo que podría llamar magia, tal vez —contestó el sargento mayor con
negligencia.
Sus tres oyentes se inclinaron
hacia adelante con interés. El visitante, distraído, se llevó el vaso a los
labios, y luego lo dejó de nuevo. Su anfitrión se lo llenó.
—Si se la mira —dijo el sargento
mayor, hurgando en el bolsillo—, es nada más que una patita común, reseca,
momificada.
Sacó algo del bolsillo y lo
presentó. La señora White retrocedió con una mueca, pero su hijo lo tomó y lo examinó
con curiosidad.
—¿Y qué tiene de especial?
—inquirió el señor White mientras lo tomaba de manos de su hijo, y luego de
examinarlo lo depositaba sobre la mesa.
—Está hechizada por un viejo fakir
—repuso el sargento mayor—, un hombre muy santo. Quiso mostrar que el destino
gobernaba la vida de las personas, y que quienes le interponían obstáculos lo
hacían para su propia desgracia. La hechizó de manera que tres hombres
distintos pudiesen hacerle tres pedidos cada uno.
Sus modales eran tan impresionantes,
que sus oyentes tuvieron conciencia de que sus ligeras risas se entrecortaban
un tanto.
—Y bien, ¿por qué no pide usted
tres cosas, señor? —preguntó Herber White.
El soldado lo miró en la forma en
que la gente de edad mediana suele observar a la juventud presuntuosa.
—Lo hice —dijo en voz baja, y su
rostro encarnado palideció.
—¿Y en verdad le fueron concedidos
los tres deseos? —inquirió la señora White.
—Así es —respondió el sargento
mayor, y su vaso golpeó contra sus fuertes dientes.
—¿Y algún otro deseó algo?
—insistió la anciana.
—Al primer hombre se le
concedieron los tres deseos. Sí —fue la respuesta—. No sé cuáles fueron los dos
primeros, pero el tercero fue la muerte. Así obtuve yo la pata.
Su tono era tan grave, que el
grupo guardó silencio.
—Entonces, Morris, si se le
concedieron sus tres deseos, ya no le sirve de nada —dijo el anciano al final—.
¿Por qué la guarda?
El soldado meneó la cabeza.
—Capricho, supongo —dijo con
lentitud— Se me ocurrió la idea de venderla, pero no creo que lo haga. Ya
provocó bastantes daños. Además, la gente no quiere comprarla. Algunos creen
que es un cuento de hadas; y los que aceptan la leyenda, primero quieren
probarla, y pagarme después.
—Si pudiese formular otros tres
deseos —dijo el anciano, lanzándole una mirada penetrante—, ¿los formularía?
—No sé —respondió el otro—. No sé.
Tomó la pata, la balanceó entre el
índice y el pulgar, y de pronto la arrojo al fuego. White, con un leve grito,
se inclinó y la sacó de entre las llamas.
—Mejor deje que se queme —dijo el
soldado con solemnidad.
—Si no la quiere, Morris —replicó
el otro—, démela.
—No —declaró su amigo,
empecinado—. La arrojé al fuego. Si usted la conserva, no me culpe por lo que
ocurra. Láncela otra vez al fuego, como un hombre sensato.
El otro sacudió la cabeza y
examinó con atención su nueva posesión.
—¿Cómo se hace? —inquirió.
—Sosténgala en la mano derecha y
formule el deseo en voz alta —dijo el sargento mayor—, pero le prevengo acerca
de las consecuencias.
—Parece como Las mil y una noches
—dijo la señora White, mientras se ponía de pie y comenzaba a preparar la
cena—. ¿No te parece que podrías desear que yo tuviese cuatro pares de manos?
Su esposo extrajo el talismán del
bolsillo, y entonces los tres estallaron en carcajadas cuando el sargento
mayor, con una expresión de alarma en el rostro, lo tomó del brazo.
—Si quiere desear —dijo con voz
hosca—, desee algo sensato.
El señor White volvió a dejarlo
caer en el bolsillo, colocó sillas e indicó a su amigo que se acercase a la
mesa. Con la ocupación de la cena, el talismán quedó olvidado en parte, y
después los tres permanecieron sentados, escuchando, arrobados, una segunda
parte de las aventuras del soldado en la India.
—Si la historia de la pata de mono
no es más veraz que las que nos narró —dijo Herbert cuando la puerta se cerró
detrás del invitado, a tiempo para alcanzar el último tren—, no sacaremos mucho
de ella.
—¿Le diste algo por el talismán,
padre? —preguntó la señora White, mirando con atención a su esposo.
—Una nadería —respondió éste,
ruborizándose un tanto—. No quiso aceptarlo, pero yo lo obligué. Y él me
insistió en que me desprendiese de ella.
—Por supuesto —dijo Herbert con
fingido horror—. ¡Pero si vamos a ser ricos, famosos y felices! Desea ser
emperador, padre, por empezar, y entonces mamá no podrá dominarte.
Corrió en torno de la mesa,
perseguido por la injuriada señora White, armada de una servilleta.
El señor White sacó la pata del
bolsillo y la miró con expresión de duda.
—No sé qué desear, lo juro —dijo
con lentitud—. Me parece que tengo todo lo que necesito.
—¡Si pudieras cambiar de casa
serías dichoso, verdad! —exclamó Herbert, con la mano apoyada en el hombro de
su padre—. Bueno, pues, desea doscientas esterlinas, con eso alcanzará.
Su padre sonriendo, avergonzado de
su propia credulidad, levantó el talismán mientras su hijo con rostro solemne,
un tanto desfigurado por un guiño dirigido a su madre, se sentaba al piano y
tocaba unos cuantos acordes impresionantes.
—Deseo doscientas esterlinas —dijo
el anciano con claridad.
Un gran estrépito del piano saludó
sus palabras, interrumpido por un estremecido grito del anciano. Su esposa e
hijo corrieron hacia él.
—Se movió —exclamó con una mirada
de disgusto hacia el objeto, que yacía en el suelo—. Cuando formulé el deseo,
se me retorció en la mano como una serpiente.
—Bueno, no veo el dinero —afirmó
su hijo mientras la recogía y la colocaba sobre la mesa—. Y apuesto a que jamás
lo veré.
—Debe de haber sido imaginación,
padre —dijo su esposa, mirándolo con ansiedad.
El anciano meneó la cabeza.
—Pero no importa, no se ha hecho
ningún daño, aunque de cualquier manera me dio un susto.
Volvieron a sentarse ante el
fuego, mientras los dos hombres terminaban de llenar sus pipas. Afuera el
viento soplaba con más fuerza, y el anciano se sobresaltó, nervioso, ante el ruido
de una puerta que golpeaba arriba. Un silencio extraordinario y deprimente cayó
sobre los tres, y duró hasta que la anciana pareja se puso de pie para retirarse
a descansar.
—Supongo que encontrarás el dinero
dentro de una bolsa grande, en medio de la cama —dijo Herbert, mientras les
deseaba las buenas noches—, y algo horrible agazapado encima del ropero
mirándote mientras te guardas tus malhabidas ganancias.
Permaneció sentado a solas en la
oscuridad, contemplando el fuego que se extinguía, y viendo rostros en él. El
último rostro era tan horrible y siniestro que lo contempló asombrado. Se
volvió tan vivido, que, con una risita inquieta, palpó la mesa en busca de un
vaso que contenía un poco de agua para arrojársela. Su mano aferró la pata del
mono, y con un leve estremecimiento se la limpió en la chaqueta y subió a
acostarse.
En la luminosidad del sol
invernal, que a la mañana siguiente inundaba la mesa del desayuno, rió de sus
temores. Había en la habitación un aire de salud prosaica, ausente la noche
anterior, y la patita sucia y arrugada fue arrojada al aparador, con una
negligencia que no hablaba de una gran credulidad en sus virtudes.
—Supongo que todos los viejos
soldados son iguales —dijo la señora White—. ¡Cómo pudimos escuchar tantas
tonterías! ¿Cómo es posible que en estos días se concedan deseos? Y si fuera
posible, ¿de qué manera podrían hacerte daño doscientas esterlinas, padre?
—Podrían caerle en la cabeza, desde
el cielo —respondió el frívolo Herbert.
—Morris dice que las cosas
ocurrieron con tanta naturalidad —dijo su padre—, que si uno quisiera podría
atribuirlas a una coincidencia.
—No usen el dinero antes de mi
regreso —dijo Herbert mientras se levantaba—. Me temo que te convertirá en un
hombre mezquino y avariento, y tendremos que desheredarte.
Su madre rió, lo siguió hasta la
puerta y lo vio alejarse por el camino; y al volver a la mesa del desayuno se
mostró muy dichosa a expensas de la credulidad de su esposo. Todo lo cual no le
impidió correr a la puerta, al escuchar los golpes del cartero, ni referirse
con sequedad a los sargentos mayores jubilados de costumbres alcohólicas,
cuando descubrió que en el correo le llegaba la cuenta de un sastre.
—Supongo que cuando Herbert
regrese, hará algunas otras observaciones irónicas —dijo, cuando se sentaban a
cenar.
—Apuesto a que sí —respondió el
señor White, mientras se servía un poco de cerveza—. Pero a pesar de todo, la
cosa se me movió en la mano; eso lo juro.
—Te pareció —dijo la anciana,
apaciguadora.
—Afirmo que se movió —replicó el
otro—. No lo pensé; apenas... ¿qué ocurre?
Su esposa no respondió. Contemplaba
los misteriosos movimientos de un hombre, afuera, quien miraba hacia la casa
con modales indecisos, y parecía tratar de decidirse a entrar. En relación
mental con las doscientas esterlinas, advirtió que el desconocido estaba bien
vestido, y que llevaba un sombrero de copa nuevo y reluciente. Tres veces se
detuvo ante el portón, y luego siguió de largo. La cuarta vez se quedó con la
mano sobre él, y luego, con repentina resolución, lo abrió y subió por el
sendero. En el mismo momento la señora White se llevó las manos a la espalda,
se desató de prisa las tiras del delantal y guardó la útil prenda detrás del
cojín de su sillón.
Hizo entrar en su habitación al
desconocido, quien parecía incómodo. El hombre le lanzó una mirada furtiva y escuchó
con expresión preocupada las disculpas de la anciana por el aspecto de la
habitación, y por la chaqueta de su esposo, que por lo general éste reservaba
para sus trabajos en el jardín. Luego aguardó, con tanta paciencia como se lo
permitía su sexo, a que el hombre abordase el asunto que lo llevaba allí,
aunque al comienzo el desconocido guardó un extraño silencio.
—Yo... se me pidió que viniera
—dijo al cabo, y se inclinó y se quitó de los pantalones una mota de algodón—.
Vengo de Maw y Meggins.
La anciana se sobresaltó.
—¿Ocurre algo? —preguntó, sin
aliento—, ¿Le ocurrió algo a Herbert? ¿Qué es? ¿Qué es?
Su esposo intervino.
—Vamos, vamos madre —dijo, de
prisa—. Siéntate, y no saques conclusiones apresuradas. Estoy seguro de que no
nos trae malas noticias, señor —y miró al otro con ansiedad.
—Lo siento... —comenzó a decir el
visitante.
—¿Está herido? —preguntó la madre
con voz enloquecida.
El visitante inclinó la cabeza en
señal de asentimiento.
—Muy mal herido —respondió en voz
baja—, pero no sufre dolor alguno.
—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó la
anciana, retorciéndose las manos—. ¡Gracias a Dios por eso! ¡Gracias...!
Se interrumpió de pronto, cuando
entendió el siniestro significado de la afirmación. Y vio la espantosa
confirmación de sus temores en el rostro del otro, vuelto de costado. Contuvo
el aliento y se volvió hacia su esposo, más lento de imaginación, para
depositar su temblorosa y arrugada mano sobre la de él. Hubo un largo silencio.
—La maquinaria lo atrapó —dijo al
cabo el visitante, en voz baja.
—La maquinaria lo atrapó —repitió
el señor White, aturdido—. Sí.
Se quedó mirando sin ver, por la
ventana; tomó la mano de su esposa, y la oprimió como solía hacerlo en sus
antiguos días de galanteo, casi cuarenta años antes.
—Era el único que nos quedaba —dijo,
y se volvió con suavidad hacia el visitante—. Es duro.
El otro tosió, se puso de pie y se
encaminó con lentitud hacia la ventana.
—La firma desea que les trasmita
sus sinceras simpatías por la pérdida que experimentan —dijo sin volverse para
mirar—. Les ruego que entiendan que no soy más que el servidor de ellos, y no
hago otra cosa que obedecer órdenes.
No hubo respuesta; el rostro de la
anciana estaba blanco, los ojos fijos, y la respiración era inaudible; en la
cara del esposo se leía una expresión como la que su amigo, el sargento, habría
podido ostentar en su primera acción de guerra.
—Debo decir que Maw y Meggins
rechazan toda responsabilidad —continuó el otro—. No admite ninguna obligación,
pero en consideración por los servicios de su hijo, desean compensarlo con
cierta suma.
El señor White dejó caer la mano
de su esposa, se puso de pie y miró a su visitante con una expresión de horror.
Sus labios secos formularon las palabras:
—¿Cuánto?
—Doscientas esterlinas —fue la
respuesta.
Inconsciente del chillido de su
esposa, el anciano lanzó una leve sonrisa, extendió las manos como un ciego y
cayó, sin sentido, de golpe al suelo.
En el enorme cementerio nuevo, a
unos tres kilómetros de distancia, los ancianos enterraron a su muerto y
regresaron a la casa envueltos en sombras de silencio. Todo terminó con tanta
rapidez que al principio casi no se dieron cuenta, y permanecieron en un estado
de expectativa, como si algo más fuese a ocurrir... algo que aliviase la carga,
demasiado pesada para que la soportasen sus viejos corazones.
Pero pasaron los días y las
esperanzas dejaron lugar a la resignación... a la resignación desesperanzada de
los ancianos, que a veces, por mal nombre se denomina apatía. En ocasiones casi
no intercambiaban una palabra, pues ahora nada tenían que decirse, y sus días
eran largos y fatigosos.
Una semana después, el anciano, al
despertar de pronto en la noche, estiró la mano y se encontró solo. La
habitación estaba sumida en la oscuridad y desde la ventana llegaba un llanto
apagado. Se incorporó en la cama y escuchó.
—Vuelve —dijo con ternura—. Te
resfriarás.
—Mi hijo siente más frío
—respondió la anciana, y volvió a llorar.
El sonido de los sollozos se apagó
en los oídos de él. La cama estaba tibia, y los ojos le pesaban de sueño. Durmió
de a ratos, y luego durmió profundo, hasta que un repentino grito alocado de su
esposa lo despertó con un sobresalto.
—¡La pata! —exclamó ella, como
loca—, ¡La pata de mono!
Él se incorporó, alarmado.
—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué ocurre?
Ella cruzó la habitación
tambaleándose, hacia él.
—La quiero —dijo en voz baja—, ¿No
la destruiste?
—Está en la sala, en la repisa
—respondió él, asombrado— ¿Por qué?
Ella lloró y rió a la vez, e
inclinándose le besó la mejilla.
—Acaba de ocurrírseme, —dijo histérica—.
¿Por qué no lo pensé antes? ¿Por qué no lo pensaste tú?
—¿Pensar en qué? —preguntó él.
—Los otros dos deseos —respondió
ella con rapidez—. Sólo formulamos uno.
—¿No fue bastante? —interrogó él
con ferocidad.
—No —exclamó ella, triunfante—. Pediremos
uno más. Baja y tráela en seguida, y desea que nuestro hijo vuelva a vivir.
El hombre se sentó en la cama y
apartó las mantas de las temblorosas piernas.
—¡Dios mío, estás loca! —exclamó,
aterrorizado.
—Tráela —jadeó ella—. Tráela en seguida,
y desea... ¡Oh mi hijo, mi hijo!
Su esposo frotó un fósforo y
encendió la vela.
—Vuelve a la cama —dijo con voz
insegura—. No sabes lo que dices.
—Se nos concedió el primer deseo
—replicó la anciana, afiebrada—. ¿Por qué no el segundo?
—Una coincidencia —balbuceó el
anciano.
—Ve a buscarla, y desea —exclamó
su esposa, estremecida de excitación.
El anciano se volvió y la miró, y
le tembló la voz.
—Hace diez días que murió, y
además él... No quería decírtelo, pero... sólo pude reconocerlo por la ropa. Si
entonces era demasiado terrible para que lo vieras, ¿cómo sería ahora?
—Tráelo de vuelta —exclamó la
anciana, y lo arrastró hacia la puerta—. ¿Crees que temo al niño que di a luz?
Él bajó en la oscuridad, y palpó a
tientas hasta llegar a la sala, y luego a la repisa de la chimenea. El talismán
se encontraba en su lugar, y se apoderó de él un horrible temor de que el deseo
no pronunciado pudiese poner ante él a su hijo mutilado antes que pudiera huir
de la habitación, y contuvo el aliento al descubrir que había perdido la
orientación hacia la puerta. Con la frente fría de sudor, palpó en torno de la
mesa, y a lo largo de la pared hasta que se encontró en el corredorcito, con el
repugnante objeto en la mano.
El rostro de su esposa pareció
cambiado cuando entró en la habitación. Estaba blanco y expectante, y, para su
alarma, parecía tener una expresión artificial. Tuvo miedo de ella.
—¡Desea! —exclamó ésta con voz
fuerte.
—Es tonto y perverso —tartamudeó
él.
—¡Desea! —repitió su esposa.
El levantó la mano.
—Deseo que mi hijo vuelva a vivir.
El talismán cayó al suelo, y lo
contempló, temeroso. Luego se hundió, temblando, en un sillón mientras la anciana,
con los ojos ardientes se encaminaba hacia la ventana y levantaba la cortina.
Él permaneció sentado hasta quedar
helado, y de vez en cuando miraba a la anciana que atisbaba por la ventana. El
cabo de vela, que se había quemado por debajo del borde del candelabro de
porcelana, lanzaba palpitantes sombras sobre el cielo raso y las paredes, hasta
que, con un parpadeo más intenso que los anteriores, se extinguió. El anciano,
con un indecible sentimiento de alivio ante el fracaso del talismán, se
arrastró de vuelta hasta la cama, y uno o dos minutos más tarde la anciana
llegó junto a él, y se sentó en silencio, apática.
Ninguno de los dos habló, sino que
permanecieron tendidos en silencio, escuchando el tictac del reloj. Crujió una
escalera, y un ratón correteó, ruidoso por la pared. La oscuridad era
oprimente, y después de permanecer acostados durante un tiempo, juntando valor,
él tomó la caja de fósforos, encendió uno y bajó a buscar una vela.
Al pie de las escaleras el fósforo
se apagó, y se detuvo a encender otro; y en el mismo momento un golpe, tan
quedo y furtivo que casi era inaudible, se escuchó en la puerta de calle.
Los fósforos se le cayeron de la
mano y se derramaron en el corredor. Permaneció inmóvil, con la respiración
cortada, hasta que el golpe se repitió. Entonces se volvió y huyó con rapidez
hacia su habitación, y cerró la puerta a su espalda. Un tercer golpe resonó por
toda la casa.
—¿Qué es eso? —exclamó la anciana,
incorporándose con un sobresalto.
—Una rata —respondió el anciano
con tono tembloroso—, una rata. Pasó a mi lado en la escalera.
Su esposa se sentó en la cama y
escuchó. Un fuerte golpe resonó por todo el edificio.
—¡Es Herbert! —gritó—. ¡Es Herbert!
Corrió hacia la puerta, pero su
esposo se le adelantó, la tomó del brazo y la retuvo con fuerza.
—¿Qué piensas hacer? —cuchicheó
con voz ronca.
—¡Es mi hijo; es Herbert! —gritó
ella, forcejeando maquinalmente—. Me olvidé que estaba a tres kilómetros. ¿Por
qué me retienes? Suéltame. Debo abrir la puerta.
—Por amor de Dios, no lo dejes
entrar —exclamó el anciano, estremecido.
—Tienes miedo de tu propio hijo
—gritó ella, forcejeando—. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo otro golpe, y otro. La anciana,
con un repentino tirón se liberó y salió corriendo de la habitación. Su esposo
la siguió hasta el rellano, y la llamó con tono suplicante mientras ella corría
escaleras abajo. Oyó que la cadena repiqueteaba y que el cerrojo de abajo se
corría con lentitud, chirriante. Luego la voz de la anciana, tensa y jadeante.
—El cerrojo —gritó—. Baja. No
puedo alcanzarlo.
Pero su esposo estaba de manos y
rodillas en el suelo, y buscaba a tientas, demente, la pata de mono. Si pudiese
encontrarla antes que entrase la cosa de afuera... En toda la casa repercutió
una serie de golpes, como un verdadero fuego de fusilería, y oyó el frotar de
una silla cuando su esposa la apoyaba en el corredor, junto a la puerta.
Escuchó el chirrido del cerrojo al correrse poco a poco, y en el mismo momento
encontró la pata de mono y, frenético, musitó su tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de repente,
aunque sus ecos aún se escuchaban en la casa. El anciano oyó que la silla se
retiraba y se abría la puerta. Un viento frío se precipitó por la escalera, y
un largo y fuerte gemido de desilusión y desdicha de su esposa le dio valor
suficiente para correr a su lado, y luego al portón, más allá. La luz del foco
callejero que chisporroteaba en frente, brillaba sobre un camino silencioso y
desierto.
(TERROR)
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